s increíble lo exigente que puede llegar a ser la obra. No pueden hacerse una idea de lo que te exige. Te despierta en plena noche. De pronto se te ocurre una idea. Una idea no es más que una frase, una entonación a la que acompaña otra. No hay noche en que no te despierten, una u otra, o la tercera. Como ráfagas. A las dos de la madrugada, a las cuatro de la madrugada. Si vuelves a acostarte, ella hace que te levantes. Oyes todos los pájaros. La obra acompaña a los pájaros.
Desde hace más de 50 años, te atormenta, te atenaza. Exigente, no se aparta de tu lado. Está al acecho, como una fiera. Como una fiera al acecho de cualquier cosa que pase.
Sin destinatario.
Como una leona que va a beber a un manantial de repente y que levanta la cabeza, al acecho.
Observa a su alrededor el vacío.
No responde a ningún requerimiento. A ningún encargo. A ningún editor. Nada la recompensa. Ninguna tirada. Ninguna crítica. Ninguna opinión. Ningún premio –¡excepción hecha del Premio Formentor!–. Esa excepción es un breve mail de Basilio Baltasar.
Pero, aparte de todos esos honores, todos esos semblantes de repente, el arte no se dirige a nadie.
Tan sin destinatario como las cornamentas enmarañadas y magníficas que lucen en sus cabezas los ciervos en el bosque.
Un trozo de tela roja cuelga de la mandíbula de un león a la orilla de un manantial.
¡Un rojo intenso! Un rojo carmesí.
¡Un rojo casi negro! Como la noche.
Los descendientes de Noé, después de abandonar el arca y ofrecer en holocausto a Dios los animales y los pájaros más hermosos, construyeron una torre para llegar hasta el cielo. Se cuenta en el onceavo libro del Génesis. Cocieron la tierra al fuego e hicieron ladrillos. Se sirvieron de ladrillos como si se tratara de piedras. Con el betún hicieron mortero y levantaron la torre que traspasaba las nubes.
Pero, antes de que Babel se derrumbase en la llanura de Senaar, las murallas se agrietaron.
Ovidio, en el libro cuarto de sus Metamorfosis, cuando evoca Babel, refiere que una delgada grieta se había abierto en la muralla. A través de esta grieta, una muchacha y un joven se dirigían palabras de amor. Píramo amaba a Tisbe. Tisbe amaba a Píramo.
Un muro separa al hombre de la mujer.
“De la grieta en la pared de ladrillos que os separaba, hicisteis –escribe maravillosamente Ovidio– un camino de voz”.
Vocis iter fecistis.
La ciudad de Babilonia era muy antigua. La torre era muy alta. El cemento entre los ladrillos cocidos poco a poco volvía a ser arena.
En la pared que separaba a Tisbe de Píramo se había abierto, con el paso del tiempo, una especie de grieta.
A través de la grieta de barro cocido que poco a poco había ido resquebrajándose pasaban sus susurros de amor. La cita nocturna estaba convenida: sería a la sombra de la morera blanca, fuera de las murallas de Babilonia, en la llanura de Senaar.
Amor mío, antes hay que abandonar Babel. Hay que abandonar el discurso. Hay que conquistar el silencio. Nos reuniremos allí donde se levanta la tumba de Nino. Citémonos junto a la zarza de moras. Donde está la zarza de moras hay un manantial. Encontrémonos bajo esa sombra. Nos besaremos oyendo el canto de ese manantial.
Tisbe, en medio de las tinieblas y procurando hacer el menor ruido posible, hace girar la puerta en su quicio. Se desliza bajo la bóveda de ladrillos. Se aleja de las murallas de Babel. Llega la primera a la fuente, ve la morera encima de la tumba, ve los frutos completamente blancos a la pálida luz de la luna: se reflejan en el agua oscura del manantial.
Tisbe escucha unos pasos en la sombra. Entonces ve a la leona que se acerca sigilosamente al agua para beber. Tisbe no puede refrenar un sobresalto. Hace ademán de huir. La zarpa de la leona alcanza su espalda. En su prisa por huir deja caer su velo. Su carne está herida. Huye a todo correr.
Píramo llega unos instantes después.
Nadie.
A sus pies ve el velo abandonado en la arena. Se agacha de pronto. Estudia las huellas que ha dejado allí la leona. Descubre las manchas de sangre que lo salpican. Sus mejillas se vuelven todavía más pálidas que los cuernos de la luna en el cielo. Besa la tela que las zarpas han desgarrado, saca su espada, se inclina sobre su punta, deja caer su peso sobre la hoja, se la clava hasta la guarnición, muere.
“Eran pequeñas sacudidas –sigue escribiendo Ovidio– como el sonido de un tubo de plomo que revienta.”
Scinditur et tenui stridente foramine longas, ejaculatur aquas.
Por un estrecho agujero, con un ruido estridente, el agua rasga el aire.
Tisbe, prudentemente, en las tinieblas, vuelve sobre sus pasos, descubre a su amado con la espada en el vientre. Ve la arena en torno a él que bebe la sangre que la herida proyecta todavía gota a gota con un ruido apenas silbante. Qué pálido está, está pálido como la luna que lo ilumina, ella se inclina, él está casi frío, empieza a estar frío, ella llora.
Píramo, respóndeme. ¡Es tu Tisbe quien te llama!
Silencio.
Suelta los dedos de su amado, coge en su mano la guarnición de su espada y la saca, la clava en la arena, se tumba sobre el hierro, deja caer su peso sobre la hoja, la atraviesa, muere.
Mezcla su sangre con su sangre.
Hace un tiempo las moras eran blancas en su mata silvestre. A partir de aquel día, en la llanura de Babel, se vuelven rojas en las sangres que se mezclan a sus pies.
Luego negras como la noche en que las almas se confunden.
Siempre hay un felino merodeando cerca de nuestro manantial, que acompaña a nuestra especie, que habita en nuestras moradas.
Siempre hay un gato junto a la ventana. Un león junto a la fuente.
Siempre un velo desgarrado. Siempre una obra rueda por la arena.
Siempre unas manchas de sangre inexplicables en el polvo del camino.
El arte es la grieta en lo simbólico.
La literatura es ese camino de voz en la muralla de Babel.
* Discurso que pronunció el escritor en la ceremonia de entrega del Premio Formentor de las Letras, en Canfranc, en la provincia de Huesca, España