El sepelio de Pablo Neruda // Un recuerdo que aún rasguña y duele // El último terrícola que despidió al poeta
erminamos la columneta pasada con el acuerdo de que hoy continuaríamos el triste y vibrante relato del sepelio de Pablo Neruda. Hagámoslo, aunque todavía el recuerdo rasguñe y duela. La casa estaba situada al fondo de una calle cerrada, si no mal recuerdo se llamada Marqués de Plata. Era un chalet de dos pisos pintada hacía ya tiempo y con acabados totalmente convencionales. Era más grande y de mejor aspecto que las aledañas, pero evidentemente modesta como residencia de un Premio Nobel.
Poco antes del mediodía se formó un reducido grupo de dolientes, principalmente del ámbito diplomático, que comenzaron a desfilar paso a paso desde que la carroza inició la marcha. Luego, como puestos de acuerdo, los vecinos, sigilosamente comenzaron a medio abrir los postigos de sus ventanas y musitar responsos y jaculatorias por el alma de su vecino al que ya no volverían ver. Avanzaba el cortejo con paso lento y al llegar a las esquinas, de los transportes de servicio público bajaban personas que sin decir palabra se sumaban a la ya nutrida manifestación. La gente no hablaba y si lo hacía, era musitando. De pronto, ese agobiador silencio fue roto por una voz femenina (¿quejumbre, bramido?), que estremeció a todos los marchantes: “¡Neruda… Allende un solo combatiente!” Las reacciones fueron diversas: desde quienes pensaron que se trataba de una provocación que diera lugar a una justificada
represión masiva, hasta los que se vieron enfrentados consigo mismos ante el reto anónimo de expresar en condiciones tan extremas sus más íntimas convicciones. La respuesta fue inmediata. Desde otro punto de la marcha el grito fue repicado por una voz casi adolescente: ¡Camarada Pablo Neruda! ¡Presente, hoy y siempre!
Un ánimo desbocado, contagioso encendió a los presentes. La mujer inicial continuó: ¡Camarada Pablo Neruda: no has muerto, no has muerto, solamente has quedado dormido como duermen las rosas en su tallo de espinas!
Pensé que era el responso final, pero me equivoqué. La mujer era imbatible: como esos extraños ronquidos que se escuchan bajo la superficie de la tierra segundos antes de un sismo, ella inició el canto, el himno de los comunistas del mundo: La internacional. El murmullo fue creciendo hasta incorporar las gargantas de todos los manifestantes, que no ignoraban las consecuencias de su arrebato, pero que las asumían ante el imperativo de una dignidad superior a todos los riesgos. En segundos la marcha se convirtió en inmenso coro griego que entonaba, jubiloso y retador, la supervivencia en la derrota. No pude mantenerme ajeno y a la segunda estrofa de mi desentonada garganta ya salían de mi reseca y crispada garganta las palabras erguidas y absurdamente retadoras: Arriba los pobres del mundo, arriba todos a luchar. Por la justicia proletaria ¡Viva la internacional!
Ya para introducir el cuerpo de Neruda al mausoleo en que sería depositado, Nemesio Antúnez, un grabador y pintor muy reconocido, tomó la palabra y pronunció una oración fúnebre y un verso del poeta. En ese momento se me presentó un dilema angustiante que recordaré toda la vida. Al terminar Antúnez su intervención me entregó el micrófono pensando que era de los organizadores de ese duelo. Allí sentí un deseo infinito de recordar un verso que Neruda le escribió a David Alfaro Siqueiros cuando éste estaba por cuarta ocasión en el penal de Lecumberri: Aquí te dejo con la luz de enero / el corazón de Cuba liberada / y no olvides, Siqueiros, que te espero / en mi patria volcánica nevada. / He visto tu pintura encarcelada / que es como encarcela la llamarada / Y me duele al partir el desafuero / México está contigo prisionero
. Ser el último terrícola que despidió al poeta y que mi acción, en segundos haya dado la vuelta al mundo era, debo reconocerlo, una tentación inigualable. El costo: la pérdida de todos los testimonios recogidos. De la decisión tomada no me arrepiento.