na dictadura grotesca. Desde su notable trilogía compuesta por los largometrajes Tony Manero (2008), Postmortem (2010) y No (2012), el cineasta chileno Pablo Larraín ha explorado de manera crítica y novedosa los efectos tóxicos de los 17 años de dictadura pinochetista en Chile. De esas tres cintas que favorecieron su reputación como autor y figura imprescindible en festivales internacionales de cine atentos a la producción latinoamericana, Postmortem representa su logro más sólido. Sus cintas más recientes, Jackie (2016), Spencer (2021) y El conde (2023) han procurado sacar el mejor provecho de ese reconocimiento mundial presentando, de modo atractivo, más digerible para el público medio, retratos de personajes relacionados tangencialmente con la política (Jackie Kennedy y Lady Di), y a la vez agobiados por las adversidades que conlleva una notoriedad mediática incómoda, a menudo incontrolable. En el caso de El conde, Larraín propone la curiosa mitificación de un personaje político siniestro, el dictador chileno Augusto Pinochet, vuelto aquí en un vampiro sediento de sangre, nacido en la Francia de 1789, que durante 250 años habría errado por diversas latitudes, perpetrando una larga cadena de crímenes, hasta aterrizar en Chile donde finalmente asume la figura de un militar mediocre que mediante un golpe de Estado en 1973 se arroga la misión de rescatar al país de las garras del comunismo.
Pablo Larraín aborda en El conde la figura de Pinochet de una manera gótico-fantasiosa, demonizándola caprichosamente, y con ello ha desatado una polémica mediática no tanto sobre su pretendida irreverencia política, sino sobre la inconveniencia o frivolidad de haber transformado a un ser responsable de crímenes muy reales, sostenido por aparatos militares y judiciales represores, y apoyado por un amplio segmento de la población chilena, en un monstruo sanguinario y sobrenatural que obedece a simples instintos animales. Aunque se trata de una incursión muy válida en el género del horror, con una carga de sátira ultraviolenta, la cinta adquiere paradójicamente tintes menos críticos que los acostumbrados en el director chileno de cara al nefasto autoritarismo que impuso en su país la junta militar golpista. Basta mencionar la solvencia artística de Postmortem y sus metáforas inquietantes o, en el terreno de la denuncia de la pederastia clerical, El club, cinta de cuya sordidez moral y atmósfera lúgubre El conde logra aún ser un buen reflejo. Lo que mejor sostiene ahora el interés de la nueva obra son sus hallazgos humorísticos, desde esa flemática voz femenina en off que relata los hechos, y cuya identidad será una gran revelación cómica, hasta los diálogos de cinismo desbordado entre el torturador Fyodor (Alfredo Castro, comediante fetiche del cineasta) y el propio Pinochet (Jaime Vadell, esperpéntico). Dos interpretaciones estupendas.
Pero ese tono fársico, tan atractivo en un primer tiempo, va perdiendo eficacia en virtud de sus propios excesos hasta volverse lamentablemente repetitivo, aun cuando cobra nuevos bríos hacia el tramo final de la historia. Piénsese en las facilidades del trazo grueso y lo grotesco en el retrato de una familia dominada por la ambición y la rapiña en que incurre una cinta tan fallida como ¡Que viva México! (Luis Estrada, 2023) y se apreciará mejor cómo los personajes cercanos a Pinochet acaban siendo aquí una galería de fantoches ridículos y absurdos con una saturación de efectos cómicos al final contraproducente. El conde es una cinta arriesgada, aunque ciertamente muy desigual, cuyo desacierto más evidente es haber trivializado, mediante una caricatura laboriosamente mordaz, su propia intención crítica y lo que pudo ser la ilustración compleja, de ironía más fina, de un personaje y una época por desgracia todavía muy presentes.
Se exhibe en Cineteca Nacional y en la plataforma Netflix.