uando Daniel Cosío Villegas diseñó la magna investigación colectiva sobre el periodo 1867-1910, que culminó en los 10 tomos de la Historia moderna de México, pensó que también era necesario escribir la historia contemporánea del país, que para él arrancaba en 1910. Así, a principios de la década de 1970 integró un equipo de historiadores que a finales de ese decenio y principios del siguiente publicaron 19 de los 23 volúmenes ilustrados que contemplaba el plan original de la obra. Faltaron los volúmenes 1, 2, 3 y 9.
Años después, Javier Garciadiego decidió retomar el proyecto para completar y reunir los 23 volúmenes en ocho tomos. Así, hace aproximadamente un año Leonardo Lomelí recuperó las notas de nuestro maestro, Álvaro Matute, para presentar El caudillo en el poder
, es decir, el gobierno de Álvaro Obregón, con lo que se culminó y terminó el tomo 3 (1917-1924). Y finalmente ayer lunes, en una fiesta académica, se presentó el tomo 1 (1910-1914), que reunió los tres primeros volúmenes de esa Historia de la Revolución Mexicana. Quizá al reditarse textos que datan de hace 40 años (los que integran los tomos 4 al 8), algunos de sus autores revisarían sus posiciones y conclusiones de entonces, pero es innegable que era necesaria la redición de esta visión de conjunto (hasta aquí, glosé a Garciadiego).
Hoy quiero centrarme en el primer tomo, presentado anoche, porque en años recientes he insistido una y otra vez en estas páginas, con escaso éxito, en lo mal que hemos comprendido a Francisco I. Madero como hombre, como revolucionario y como gobernante. Y eso era lo que discutíamos en los seminarios que prepararon este libro bajo la dirección de Javier Garciadiego, quien empieza de manera contundente lo que habría sido el volumen 2, hoy segunda parte del tomo I, La República democrática
: Mucho se ha dicho que el triunfo militar del ejército maderista sólo trajo cambios en la pirámide de poder mexicana, pero no en la estructura socioeconómica del país; más aún, incluso se ha afirmado que los cambios en la pirámide política se redujeron a su cúspide, o sea, que Díaz y Corral fueron sustituidos por Madero y Pino Suárez, dándose un proceso similar en las gubernaturas de los estados. En rigor, esta interpretación es, más que elemental, plenamente errónea
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Plenamente errónea. Y Javier lo demuestra, explicando la paulatina destrucción de la estructura del poder político a partir de marzo de 1911 y que en febrero de 1913 era irreversible. Por su parte, Josefina MacGregor analiza la obra gubernamental de Madero, en la que menciona los primeros pasos hacia el control y la regulación de los abusivos y francamente ilegales privilegios de los oligopolios de capital imperialista (principalmente anglosajón) y pone énfasis en los intentos de reformas sociales que impulsó Madero como presidente. Ese aspecto del maderismo también es explorado por Leonardo Lomelí, quien rechaza la falsa idea de que el presidente no gobernó con un programa de transformación social, idea que por tanto tiempo creímos. Cita el doctor Lomelí a don Luis Cabrera: No es lógico exigir a la revolución que antes de un mes del triunfo acabe de demoler y comience a reconstruir. No es lógico ni siquiera pedir que ya comience la reconstrucción, porque ninguna revolución en el mundo ha comenzado a ser gobierno regular al día siguiente de derrocar al régimen caduco
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Luis Cabrera, ya como diputado a la XXVI legislatura (hasta septiembre de 1912 Madero gobernó con la XXV legislatura, cuyas dos cámaras fueron electas
en las fraudulentas elecciones de 1910), presentó un proyecto de reforma agraria que le encargó Madero, proyecto que fue asesinado junto con el régimen democrático y el propio presidente.
Cuando escribo sobre el proyecto de ley presentado por Cabrera, me preguntan siempre, ¿por qué entonces se levantó Zapata en armas contra Madero? Por comprensible impaciencia, por los actos de provocación orquestados por el presidente interino Francisco León de la Barra y un tal Victoriano Huerta, por algunas declaraciones equivocadas de Madero, todo lo cual es explicado y analizado cuidadosamente por Felipe Ávila. Por mi parte, traté de explicar a los otros revolucionarios populares que se alzaron en armas en 1911 y 1912, entre ellos Pascual Orozco, muy respetado por muchos en 1912.
Más allá del gobierno de Madero, compartimos la autoría del tomo con Santiago Portilla y Pablo Yankelevich, quizá los más reconocidos especialistas en la revolución armada maderista, el primero, y en las relaciones diplomáticas de la Revolución, el segundo.
Creo que ha llegado el momento de hacer un balance del legado de ese hombre apasionado y bueno que fue Francisco I. Madero, y de sus legados como empresario, opositor, intelectual y, sobre todo, como revolucionario y como gobernante.
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