as genealogías importan. Hay que visitarlas cada cierto tiempo. Por ejemplo, en 1768, el Supremo Consejo de Castilla consideró que la lengua castellana es el signo común con el que se explican los actos nacionales
. Dieciséis años más tarde, en 1784, leemos lo siguiente en las reglas de una escuela rural vasca: Dara orden estrecha de que nunca hablen entre si en Basqüenze, sino Castellano
(sic). En 1801, instrucciones de la Corte para las artes escénicas: En ningún Teatro de España se podrán representar, cantar, ni bailar piezas que no sean en idioma castellano
.
Cambiemos otra vez de siglo. Una octavilla en 1955 rezaba: No sea bárbaro. Es de cumplido caballero que usted hable nuestro idioma oficial, o sea, el castellano
. Y saliendo del franquismo, o casi, en 1976, el Paris Match preguntó a Adolfo Suárez ¿se hará el bachillerato en vasco o en catalán?
. Su pregunta, perdóneme, es idiota
, contestó el entonces jefe de gobierno.
Todos estos ejemplos constan en El libro negro del euskara, publicado hace años por Joan Mari Torrealdai, víctima él mismo de las obsesiones del Estado español. Fallecido hace tres años, fue detenido y torturado en 2003 por presidir el Consejo de Administración de Euskaldunon Egunkaria, el único periódico escrito íntegramente en vasco. Un juez decidió cerrarlo porque todo, en aquella época, era ETA.
Todavía hoy los jueces suspenden ofertas públicas de empleo del gobierno vasco alegando que no procede exigir el euskara, y la región de Navarra sigue dividida oficialmente en tres zonas: la vascófona, la mixta y la no vascófona. Esta última no se llama zona castellana porque en todas se habla el castellano, pero la zonificación lingüística permite limitar los derechos de los vascoparlantes en territorio no vascófono. Por ejemplo, no se puede aprender en la escuela pública.
Podríamos hacer el mismo ejercicio con el catalán y con el gallego. Por ello, la inclusión de las tres lenguas cooficiales del Estado español en el Reglamento del Congreso de los Diputados para que los parlamentarios puedan emplearlas tiene una carga simbólica que conviene no desdeñar. Máxime, cuando se ha logrado no a cambio de la investidura, sino del control de la Mesa del Congreso. Es el peaje que el PSOE ha pagado para hacer a su diputada Francina Armengol –mallorquina y catalanoparlante ella misma– presidenta de la Cámara baja.
El pacto es bueno por el logro lingüístico en sí mismo, pero también por el camino que le señala al PSOE: si quiere gobernar con cierta estabilidad, debe reconocer las realidades nacionales del Estado español, así como sus derechos, que en una democracia no pueden desembocar sino en la libre decisión sobre su futuro político. La elección de la presidencia del Congreso tuvo una tercera virtud: plasmar negro sobre blanco la fragmentación de la derecha y la soledad del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo.
Recordemos los números, pues sin ellos no se entiende nada. PP y Vox suman 171 diputados. PSOE, Sumar y los partidos soberanistas que la legislatura pasada le dieron apoyo suman otros 171. En tierra de nadie quedan la única parlamentaria de Coalición Canaria y los siete de Junts, el partido de Carles Puigdemont, ex presidente catalán en el exilio. La obsesión de Núñez Feijóo era lograr el apoyo de los canarios para obtener 172 votos en la votación de la Mesa y mostrarlos como aval ante el rey Felipe VI para que lo propusiera para la investidura, algo que el monarca ha hecho pese al previsible fracaso de Núñez Feijóo.
Inciso obligado: difícilmente, los llamados padres de la Constitución hubieran imaginado hace casi medio siglo una investidura tan apretada y endiablada. El papel que otorgaron al rey era en principio simbólico: consultar a los partidos y proponer para la investidura al candidato con más apoyos. Nadie previó empates como el actual, que dejan decisiones importantes en manos de una persona que nadie votó y cuyo único y cuestionable mérito es ser hijo de su padre.
Volvamos. El error de cálculo de Núñez Feijóo fue colosal, y su rostro tras la votación, un poema. Por lograr el voto de los canarios perdió los de Vox, y la candidata del PP a presidir el Congreso obtuvo solo 139 sufragios. Tras negociar hasta última hora, el PSOE logró 178. Una victoria contundente.
¿Significa esto que la investidura de Pedro Sánchez tiene vía libre? Ni mucho menos. En todo caso, muestra el camino que deberá transitar para lograrlo. A Sánchez le gusta apurar términos y tensar negociaciones. En su contra juega una memoria y una hemeroteca que no engañan: son demasiadas las veces en las que el PSOE no cumplió su palabra. Tiene dos meses para corregir una deuda histórica, cambiar el reglamento del Congreso para dar cabida a todas las lenguas y convencer a sus potenciales socios.
La infame actuación del presidente de la Federación de futbol, Luis Rubiales, un retrato del patriarcado a calzón quitado, ha ofrecido mayor discreción a las negociaciones de investidura y nuevas razones para frenar a lo más casposo del Estado, que no es poco, como se ha visto. Con todo, la repetición electoral sigue siendo un riesgo plenamente vigente.