abía muy bien Hugo Chávez que la comunicación de un solo hombre puede ser útil, en cierta medida, pero insuficiente para las metas superiores de una transformación humanista, de nuevo género, verdadera y duradera. Entre las mil batallas que Hugo Chávez libró, antes y durante su presidencia, hay que recordar la batalla comunicacional. Para nadie es nueva la crítica de Chávez a los modelos hegemónicos de los monopolios mediáticos. Una y otra vez emprendió análisis de fondo que escudriñaron economía e ideología de la comunicación mercantilizada preñada con servidumbre al imperio. Nunca dejaron de dolerle los estragos sicológicos de los mensajes con información
deformada, destazada y francamente falaz, contra la sicología de las masas y contra la voluntad democrática de un pueblo que se declaró en transición revolucionaria. Chávez esbozó a su modo una economía política de la comunicación
, su ética y su estética, que no excluyó, para propios y extraños, la autocrítica, la ironía y el sarcasmo. Temblaban muchos.
Algunas veces pude hablar con él y a fondo sobre esos temas. Alguna vez hablamos sobre la urgencia de una cumbre de presidentes en materia de comunicación (https://rb.gy/ouam9p) para establecer una mesa abierta a los problemas actuales advertidos por el Informe MacBride (1980) a propósito de la amenaza que representa la concentración monopólica de medios contra las democracias. Hablamos sobre la evaluación necesaria del gasto descomunal (público, privado o reservado) bajo el pretexto de la comunicación
; hablamos de la dependencia tecnológica monstruosa; de los modelos académicos hegemónicos con tinte burgués y estragos teórico-metodológicos tremendos; hablamos de la necesidad de una ética nueva y una estética revolucionarias para la nueva libertad de expresión sin dictaduras mercantiles; hablamos de la revolución semántica y narrativa que urge antes de que nos asfixie la ideología de la clase dominante entre sus marasmos de estereotipos y palabrerío en sus armas de guerra ideológica.
Algunas veces hablamos en su oficina, otras en encuentros internacionales de la Red de Intelectuales en Defensa de la Humanidad, o bien en privado luego de verlo saludar a su familia con afectos intensos y diversos según las edades. Es decir, era un tema permanente en su cabeza, imbricado con otros, y sabía detectar los faltantes y los problemas incluso en los acontecimientos más sutiles. Él era (y es) el comandante y líder de una revolución económica, política y cultural a la que no puede escapársele la supervisión permanente de los campos de lucha objetivos y subjetivos. Y no todo su equipo estaba siempre a la altura de las necesidades, los problemas y las soluciones. Ese equipo lo supo y lo sabe todavía. Me incluyo.
Con su muy venezolana intuición y sabiduría, su voz de mando y su cabeza revolucionada, Hugo sabía que sólo podría atender alguna parte de los problemas de la comunicación y él mismo se hacía vocero de mil y un escenarios donde era indispensable resaltar avances, retrocesos y demoras (juntos o revueltos) en el fragor de la guerra comunicacional, nacional e internacional, en su contra y en contra de la revolución socialista de Venezuela. A veces se exasperaba. Había, en algún momento, recursos económicos para atender y modernizar la infraestructura comunicacional, pero desesperaba por la dificultad de avanzar en la superestructura de la semántica y la narrativa necesarias –y urgentes– para el ritmo de la revolución, su extensión y profundidad. Sería injusto ignorar los aportes geniales de no pocos colaboradores o los avances enormes de los movimientos comunicacionales de las bases que con Hugo Chávez encontraron coyuntura tecnológica y semiótica para crecer exponencialmente. Pero todos sabían que lo hecho era insuficiente ante la realidad y ante la maquinaria burguesa descomunal orientada a destruir a la revolución y a su líder. Algo quedó pendiente y hoy es asunto vigente y urgente.
Lo escuché lamentarse de modos diversos, alguna vez con rayos y centellas léxicas, alguna vez con autocrítica personal y otras veces con impotencia y dolor sabiendo que miles de batallas silenciadas pueden provocar decepción y desorganización en las bases. El relato de las luchas no es cuestión literaria para el entretenimiento docto. Es una urgencia organizativa y moral que necesita la dirección para mantener en claro los dichos y los hechos de una revolución en marcha. La comunicación no es un oficio de merolicos, es una herramienta de combate para la revolución de las conciencias y eso lo sentía Hugo como una contracción amarga que excedía sus propias fuerzas y lo ponía ante limitaciones de riesgo político sobre hechos cotidianos o eventos excepcionales.
Hablamos, uno de tantos días, mientras yo comía una arepa y él una sopa, sobre el punto de no retorno
comunicacional, uno de sus temas más profundos en el Plan de la patria que él comandaba. Sabía Hugo muy bien que el pueblo armado también con herramientas comunicacionales se empodera para construirse una libertad de expresión sin precedente y una verdadera revolución de conciencias. Que no se puede liberar la expresión profunda de las bases sin un despliegue táctico y estratégico de herramientas para la comunicación y sin un programa revolucionario para una semántica revolucionaria capaz de superar atavismos, dogmas y vicios expresivos inoculados por la ideología de la clase dominante. Que sólo habría revolución comunicacional cuando los temas y la praxis no dependan de un aparato burocrático y cuando se haya democratizado realmente la comunicación para una democracia nueva, sin la dictadura del capital. Lo sabía Hugo y nos dejó esas tareas como asignaturas pendientes para las generaciones actuales y las venideras. Y urge entrarle.
* Director del Instituto de Cultura y Comunicación y Centro Sean MacBride Universidad Nacional de Lanús