las 10:25 de la mañana del 2 de agosto de 1980 una maleta abandonada llena de explosivos de alta potencia hizo volar por los aires la estación de trenes de Bolonia, que en ese momento, en pleno periodo vacacional, estaba llena de gente. El ataque, perpetrado por un grupo fascista, mató a 85 personas y dejó lesionadas a más de 200.
Tres lustros después, el 20 de marzo de 1995, una delirante secta religiosa orquestó un atentado con gas sarín en el Metro de Tokio. La sustancia neurotóxica, colocada en bolsas de plástico en varios vagones, causó la muerte de 13 pasajeros y enfermó a cerca de 6 mil.
El 11 de marzo de 2004 una organización islámica fundamentalista detonó paquetes explosivos en cuatro trenes de la red de cercanías de Madrid, con una pérdida de 190 vidas, además de lesiones a 187 personas.
Al año siguiente, la mañana del 7 de julio de 2005, un grupo de orientación similar hizo estallar tres bombas en otros tantos vagones del transporte subterráneo londinense y una más, en un autobús urbano. Murieron 56 personas, incluidos cuatro sospechosos del ataque, y otras 700 resultaron heridas.
El 29 de marzo de 2010, en lo que fue llamado lunes negro
, Moscú, dos artefactos explosivos llevados al Metro de Moscú por dos presuntas simpatizantes de la independencia chechena, mataron a 40 y lesionaron a 102.
El 11 de abril del año siguiente, una bomba de fabricación casera que estalló en la principal estación del transporte suburbano de Minsk, mató a 13 personas e hirió a 204, atentado que fue vagamente atribuido por las autoridades de Bielorrusia a un grupo anarquista
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El 22 de marzo de 2016, en la capital de Bélgica, dos ataques con explosivos simultáneos en el aeropuerto de la ciudad y en la estación Maalbeek del Metro, mataron a 32 personas (20, en el transporte subterráneo) y lesionaron a 300 más, además de tres perpetradores que se inmolaron.
El 3 de abril de 2017, un individuo de Kirguistán se hizo estallar abrazado a un paquete repleto de metralla en un vagón del ferrocarril metropolitano de San Petersburgo, con saldo de 16 muertos, incluido el autor, y 64 lesionados.
En la mayoría de los casos mencionados hay razones –no justificaciones– relacionadas con el acontecer internacional: Madrid y Londres fueron escogidas como objetivos por los integristas islámicos debido a la participación española y británica en la invasión de Irak de 2003; los ataques en Moscú y San Petersburgo tienen que ver con las confrontaciones en repúblicas ex soviéticas que mantienen nexos conflictivos con Rusia; en cuanto a Bruselas, baste con recordar que esa capital es sede de los máximos organismos de la Unión Europea y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
Los grandes sistemas de transporte colectivo son un blanco apetitoso para ejecutar designios criminales, sean de origen político o religioso, y los atentados en ellos resultan una forma relativamente fácil de causar desestabilización, terror y desconfianza masiva entre las población, por la cantidad de personas a las que pueden afectar de manera relativamente sencilla sea matándolas, lesionándolas, reducirlas al pánico o, simplemente, haciéndoles imposible el transporte. Tales sistemas pueden ser también objeto de sabotajes de diversa magnitud perpetrados o alentados por oposiciones de cualquier clase o por meros sujetos enloquecidos, como el que el 12 de abril del año pasado disparó sobre los apretujados pasajeros de un vagón del Metro neoyorquino. En todo caso, no todos los ataques contra el transporte urbano merecen la clasificación de terroristas. Hace unos días, en la Estación del Este, en París, se registró un incendio intencionado, que aunque provocó una severa afectación a la red de Metro, se calificó oficialmente de acto de vandalismo deliberado
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El patrón de sucesos recientes en el Metro de la Ciudad de México –que no puede explicarse por fallas técnicas o humanas ni por omisiones de mantenimiento– no es un riesgo menor y obliga a pensar que hay un designio de sembrar en la población capitalina miedo, incertidumbre, malestar y, desde luego, descontento contra la jefatura de Gobierno. De ser así, sería una apuesta criminal que podría causar más muertes y daños materiales, y cuyos instigadores deben ser identificados, detenidos y sancionados conforme a la ley y que justifica con creces la vigilancia de las instalaciones del Sistema de Transporte Colectivo por efectivos de la Guardia Nacional. Esa cadena de incidentes y accidentes inusuales
es, actualmente, la mayor amenaza potencial a la seguridad pública y la estabilidad en la capital del país.
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