ntaño, las predicciones eran privilegio de personajes como Casandra, hoy día son numerosos los expertos que se autorizan a profetizar, y los augurios políticos en Francia son tan abundantes como contradictorios.
Antes de conocer los resultados de una elección presidencial o legislativa, el público puede leer o escuchar las declaraciones de especialistas diversos que anticipan el triunfo o el fracaso de uno y otro candidato, el éxito de una manifestación o el descalabro de una huelga. Sin embargo, la presunción de clarividencia política no es exclusiva de los profesionales, elegidos, militantes, ideólogos periodistas y especímenes varios, pues este don parece haber sido otorgado en forma generosa a los franceses y francesas, sea el simple hombre de la calle o la honesta madre de familia, un profesor de biología o un chef de nouvelle cuisine. Hombre o mujer, joven o viejo, trabajador manual o intelectual, cada quien se permite, en casa, en la oficina, una tienda o un café, emitir sus pronósticos políticos con la firmeza y la autoridad que nace de la íntima convicción de tener razón y poseer la entera verdad. Fenómeno curioso: esta fe en los propios auspicios no se extiende a otros terrenos: un meteorólogo no se atreverá a predecir las ventas de un libro como hace con el clima. Un cancerólogo no osaría pronosticar la evolución de la moda o un alérgico a los matchs deportivos no pretenderá anticipar los resultados de un partido de futbol aunque, desde luego, no faltan los oráculos vivientes, quienes conocen el porvenir como su pasado, es decir, vaga y oscuramente.
Que la realidad de los resultados no concuerde para nada con sus predicciones no amedrenta a estos hombres de fe. Cierto: las inclinaciones políticas dan un particular sesgo a sus pronósticos. Así, cuando la realidad brutal de los acontecimientos no coincide con lo anunciado, los más simples reconocen el triunfo del adversario, encuentran elogiosas justificaciones de su error y descubren, ahora, los engaños del antagonista, embustes que terminarán mal pues el crimen se paga. Más complejos son quienes claman el fraude y no aceptan la derrota. Los argumentos y alegatos para negar el error son múltiples, no falta imaginación para acusar de fraude a los falsos
triunfadores.
Por excepción, rara vez, todavía el miércoles 18 de este mes, víspera de las manifestaciones convocadas contra las reformas de la jubilación, la mayoría silenciosa
de los franceses no se atrevía a emitir sus predicciones, pues las dudas eran más fuertes que la íntima convicción y las corazonadas.
Desde luego, los dirigentes sindicales y los militantes osaban predecir un millón de manifestantes en Francia. Por su parte, el gobierno y sus partidarios predecían un claro fracaso de las protestas.
¡Cuál no fue, entonces, la sorpresa de los resultados! De la realidad que se imponía con la multitud que desfilaba en París y en provincia. Por un lado, el asombro ante una victoria que rebasa todas las esperanzas: líderes, miembros de los sindicatos o simples manifestantes blandían una sonrisa triunfante pues el millón deseado fue más que cumplido por más de dos millones de personas que desfilaron en Francia contra la reforma que alargaría los años de labor. Por otro lado, las caras de consternación de representantes del gobierno y sus partidarios frente a la aplastante manifestación. No les quedó más que declarar un millón doscientas mil personas presentes en el desfile, en vez de las tres o 400 mil que habrían querido exponer. Es conocida la batalla de cifras que opone a gobierno y manifestantes, costumbre que reduce las cifras dadas por las autoridades a la mitad de las anunciadas por los manifestantes.
Comienzan ahora las vencidas: quién inclinará su brazo. Mientras los sindicatos llaman a nuevas acciones, el gobierno cuenta con el desgaste de los manifestantes. Pero la resignación no parece asomar junto a esta innegable victoria.