Opinión
Ver día anteriorLunes 2 de enero de 2023Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cliente maleducado
A

ntier por la tarde, en el San Ángel Inn, aproximadamente entre las 16 y las 19 horas, tuve una pareja de vecinos de mesa algo particulares.

Mientras ella, joven, bella, bien vestida y bien educada, con un pequeño hijo y una pequeña hija, muy bien portados, a los que consentía, y el joven a su lado, que se conducía con menos que poca educación o, me atrevo a decir, incluso con descaro y vulgaridad, hablaba sin parar, en voz alta, hasta que, de plano, puso los pies sobre la mesa. (Tomar en cuenta que el restaurante San Ángel Inn es, si no el más lujoso de los restaurantes de la Ciudad de México, ciertamente uno de los más lujosos de entre ellos, por lo que el comportamiento del joven era reprobable bajo cualquier luz que se viera.)

Hasta que por fin un mesero, con discreción, se acercó a él y atenta, pero firmemente, le dijo que por favor bajara los pies de la mesa. A lo que él, con voz alta y con desplante, contestó: Yo soy el cliente; aquí yo soy el que paga; por lo tanto, puedo hacer lo que me a mí me venga en gana; es decir, sencillamente lo que yo quiera y punto. La chica que lo acompañaba, bajando la vista, sin decir palabra, sin ningún alarde de nada, se levantó, tomó a sus pequeños hijos de la mano y, como si fuera a llevarlos al baño, de hecho su acción consistió en que se alejó del pelmazo y salió del restaurante a la calle, me parece que bastante avergonzada, con la cabeza baja, como para no ver a quienes habíamos podido observar lo que había tenido lugar en su mesa, ¿en su familia? Por fin, él pagó, dejó sobre la mesa una copa llena, sin tocar, y se levantó y salió, sin detenerse de decirle al sumamente discreto jefe de meseros (según supuse) que saldría por su coche y se iría, lo que de hecho hizo, pues se fue.

El mesero pasó a limpiar la mesa, me permití felicitarlo discretamente por haberle pedido al maleducado que se retirara, y me quedé en mi lugar, en la terraza, ante el jardín, tomando mi copa aunque bastante desconcertada.

Mi reacción fue, sin duda, la correcta, por más que pensé que en su momento mamá me habría llamado la atención por involucrarme en algo que no me concernía, y que lo verdaderamente educado de mi parte habría sido observar y guardar silencio. En mi lugar, alguien más, pero por supuesto valiente, alguien como más de hoy día, habría organizado una protesta para dar a conocer en público lo que había observado y quizás incluso se las habría arreglado para dar con el malcriado y descortés cliente en el restaurante de lujo, y, aparte de exhibirlo, detenerlo para que quienes se enteraran pudieran sacar algo positivo para su propia conducta en la vida y para la vida de sus hijos, por lo menos en la vida en sociedad, como es ir a un restaurante, por ejemplo, por no decir un restaurante como el San Ángel Inn.

Al revivir este episodio, recordé lo inquieta que se puso mamá en una ocasión hace años y años y más años en la que, ella al volante, cuando la acompañé a regresar a su casa a una amiga de ella a quien había invitado a comer, yo, de unos 12 o 13 años vi cómo se besaba (de lengua, según supe después que habría sido la descripción del suceso) y se manoseaba una pareja (de hombre y mujer), a la vista del mundo y me reí, aunque supongo que alarmada, y de inmediato, señalando a la pareja llamé la atención de mi hermana para que viera lo que yo veía, ella sentada a mi lado, y quien, al darse cuenta, atrevida como era, pidió (casi exigió) a mamá que se detuviera para ver con detenimiento a los indiscretos. Incluso expresó cómo le habría gustado haber llevado consigo una cámara de película (como la de nuestro tío George) y filmarlos, tan atractivo le y nos pareció semejante insólita (entonces insólita o, al menos, para nosotras) circunstancia con la que nos cruzamos en nuestro joven camino.

Si comparo esta situación que a mí, de jovencita, me inquietó tanto, en comparación con lo que cualquiera puede ver hoy día a cualquier hora en cualquier lugar público de cualquier ciudad, tendría que admitir, aun con vergüenza (yo todavía me sonrojo, si no de esto que cuento, de tantas otras situaciones) a estas alturas, a mis 75 años, lo inocentes que éramos, que fuimos, mi hermana y yo (cosa que no sólo no me avergüenza, sino de la que me precio, ni modo, es la realidad).