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Marcha y contramarcha: el fin del ingenio
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odríamos proponer el fin del imperio, pero en nuestro caso no hay imperio que extrañar. Sí, apuntar al fin del ingenio que hicieron célebre nuestras picarescas y, desde luego, los que formaron las cohortes del presidencialismo autoritario que se las ingeniaron para irla pasando y ver si por casualidad se presentaba una oportunidad en serio.

Hacer negocios era visto como palanca para circular en los circuitos del poder, desde los primeros puestos hasta los más elevados pisos. Lo importante era estar y, si para ello había que hacer obra pública o impartir justicia, la Revolución hecha poder recompensaría. Pasaron los años y las prebendas, el Estado y sus resortes se oxidaban, los recursos del erario mostraban su penuria. Se agotaron los repartos agrarios y también la fuerza de los sindicatos, aliados a la corporación administrada por una burocracia que olvidó su origen y las múltiples dependencias de sus puestos, y terminó festejando la alternancia en el poder presidencial y hasta celebrando el discurso anticorrupción convertido en divisa de ataque y disculpa del nuevo grupo en la presidencia… y en Palacio.

Con todo, y a pesar de este triste inventario, emergió una ciudadana –frágil si se quiere– y tomó conciencia de los bienes terrenales que, en parte, se debían a los emprendimientos del Estado, sus burocracias y alianzas corporativas, pero con indudable intercambio de bienes y protección con operadores y hasta con las bases mismas de esas composiciones. Un milagro, llegó a decirse, al ver cómo en el país había crecimiento económico sostenido, inflación bajo control y asociación con la inversión extranjera. Y así crecimos desde el boom demográfico de los años 50 y 60 hasta el desarrollo estabilizador que se quiso convertir en compartido, tal vez demasiado tarde. Algunas de las bases para esa reconversión parecían capaces de nuevas dinámicas, como se demostró con el petróleo, pero las destrezas ya se habían agotado. La reproducción económica reclamaba sacrificios a los que nadie estaba dispuesto, salvo las grandes masas vulnerables, con escasa organización, que se vieron arrinconados por el mal empleo, peor pagado e inseguro, y el continente de la informalidad laboral urbana pronto incluyó a campesinos empobrecidos.

Había que cambiar, nos volvimos exportadores de bienes industriales y nos volcamos al comercio mundial que se hacía global. El mercado se tornó aspiración, y la competencia y su bárbara traducción en competitividad, receta mágica para miles de jóvenes que entendieron a la economía como fuente de la ganancia pronta. Nunca como el gran reto de entender la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones.

A más de cosmopolitas de huarache nos investimos de demócratas, los partidos en maquinarias de empleo de dudosa productividad, mercaderes de intereses, pero nunca semilleros para visiones y políticas. Así desembarcamos en los muelles de la irregularidad y la crisis de estatalidad, de la que ha hablado Clara Jusidman, se apoderó de territorios de la gestión del Estado.

Sin rumbo en un mundo asediado por la confusión, las sociedades que todavía quieren ser naciones para intentar otra globalización, mejor y con rostro humano, requieren del Estado; sin su concurso sólo puede haber juegos de engaños que se quieren de ingenios y vueltas sin fin a la noria de nuestra soledad. Entre nosotros todo parece haber quedado a medias. Alternancias políticas van y vienen, no así el gran cambio de fondo: la reforma institucional del Estado que no acaba por concretarse o, quizá, de haber iniciado. México necesita una reforma del Estado para convertirlo en social, democrático y de derecho, capaz de dar vida a una renovada gobernabilidad, bien dispuesta a enriquecer y enriquecerse con la complejidad y la diversidad social y cultural que nos han acompañado.

La evidencia de que el régimen de partidos realmente existente dejó de responder a las realidades del país, que las negociaciones y los acuerdos que han permitido las varias alternancias ya se agotó, no debería significar la renuncia a la política ni a los partidos; tampoco al debate público, al intercambio y la discusión. En un país que sufre de la pobreza de sus mayorías, incapaz de paliar mínimamente su inicua desigualdad económica y social, que asiste cotidianamente a la tragedia sin fin de jóvenes desaparecidos o asesinados, de feminicidios, campean la inmoralidad y la revancha, se instala el cinismo como ideología y se dedica a jugar a los soldaditos y a marchar y contramarchar. Al reclamo legítimo en defensa de lo que bien funciona, en este caso el INE, se responde con malos chistes y se toca a rebato: a contramarchar soldados de la Cuarta.