l presidente de Brasil y fallido ex candidato a la relección, Jair Bolsonaro, le tomó más de 44 horas hacer una declaración pública desde que el Tribunal Superior Electoral declaró ganador de la segunda vuelta a Luiz Inácio Lula da Silva, líder del Partido de los Trabajadores (PT). En un breve discurso, el mandatario de ultraderecha evadió reconocer su derrota y justificó los bloqueos carreteros (más de 300, de acuerdo con la Policía Federal de Carreteras) emprendidos por sus seguidores más recalcitrantes en rechazo a los resultados electorales. No obstante, tampoco se concretó el temor de que desafiara abiertamente el dictamen oficial: dijo que acatará la Constitución, y su jefe de gabinete, Ciro Nogueira, anunció que Bolsonaro lo autorizó a comenzar el proceso de transición con el equipo del presidente electo.
La incertidumbre y el peligro de que Bolsonaro desconociera la voluntad popular y se aferrase al cargo mediante una suerte de golpe de Estado desde el poder han planeado sobre el gigante sudamericano desde que las encuestas mostraron a Lula como claro favorito. Se trata de un miedo justificado: el ex capitán del ejército no es y nunca ha sido demócrata, sino apologista y abierto admirador de la dictadura militar que depuso a João Goulart en 1964 para regir los destinos del país hasta 1985; además, pasó meses instalando la idea de que el sistema de votación electrónica no es confiable y que sería usado para favorecer a su rival. A esto se suma su desprecio consuetudinario a la legalidad y la falta de escrúpulos con que manipula los hechos para instalar versiones que le sean favorables.
Por el momento, el riesgo de un quiebre institucional o de una salida violenta parece conjurado en la medida en que los aliados de Bolsonaro en el Congreso y los gobiernos estatales se han desmarcado de cualquier impugnación de los resultados, aceptando la derrota y reconociendo al triunfador. De manera complementaria, contribuye a la calma la cascada de respaldos internacionales expresados a Lula no sólo por los mandatarios latinoamericanos de izquierda o cercanos a ella (empezando por Andrés Manuel López Obrador y el argentino Alberto Fernández –quien ya anunció su inminente visita a Brasil–, así como Miguel Díaz-Canel, Gustavo Petro, Nicolás Maduro o Luis Arce Catacora–, sino también por Occidente, con Joe Biden, Emmanuel Macron, Olaf Scholz y Fumio Kishida. A estos saludos se sumaron los de Vladimir Putin y Xi Jinping.
Como se ve, sin importar las orientaciones ideológicas, la comunidad internacional reconoce la limpieza del triunfo de Lula y la necesidad de un traspaso del poder sin sobresaltos. No podía ser de otra manera, puesto que incluso antes de llegar al Palacio de Planalto, el veleidoso mandatario saliente ya era un paria global por su manifiesto racismo, autoritarismo, misoginia, homofobia, ineptitud, nepotismo, su negacionismo científico, su determinación de destruir la selva amazónica, su culto armamentista y, en suma, por una incapacidad tan contundente como su vulgaridad.
Pero sería ingenuo descartar de manera definitiva las tentaciones autoritarias de Bolsonaro, quien se ha mostrado dispuesto a seguir el lamentable ejemplo de Donald Trump –quien intentó alentar una insurrección tras los resultados que le fueron adversos en la elección presidencial de 2020–, por lo que los brasileños deberán permanecer alertas ante cualquier intento de descarrilar el proceso sucesorio, y la comunidad internacional tendrá que acompañarlos con un firme apoyo a la institucionalidad de este país, trance en el que será fundamental el acompañamiento de los pueblos y de los gobiernos latinoamericanos.