ace apenas unos cuantos de estos días de octubre que la muerte violenta de la estudiante Beatriz Rojas Pérez, de la Normal de Panotla, Tlaxcala, volvió a abrir la discusión de por qué en México los actores de la educación –maestros y especialmente los alumnos y sus escuelas– desde hace un siglo no han dejado de sufrir represión y violencia por parte de las fuerzas armadas del Estado. Con el asesinato de Beatriz, directa o indirectamente asociada a la violenta represión de las fuerzas estatales contra las estudiantes de la normal rural femenina Benito Juárez, la pregunta se hace aún más imperativa por el contexto.
La orden de atacar a las jóvenes alumnas –como las órdenes de reprimir a golpes a maestros recientemente en Tabasco, y antes en Chiapas, Nuevo León y Michoacán– se da cuando a ocho años de distancia la represión y violenta desaparición de los normalistas de Ayotzinapa –como todas las otras muertes y represión a los jóvenes en el pasado– continúa pendiente. En ese contexto de impunidad secular, la muerte de Beatriz Rojas representa un desafío sustancial, pues muestra que aun cuando supuestamente toda la fuerza del Estado está hoy persiguiendo a represores, éstos no sólo son intocables, sino que se mantiene el clima de persecución y hasta muerte contra profesores y alumnos que desde 1929 se enraizó con el uso de policías y del Ejército como parte del Estado mexicano.
En todos esos momentos el uso de la fuerza armada y extrema se planteó por los gobiernos civiles como indispensable. Por eso, hoy, cuando se crea una fuerza para contener al narco, y se amplía sustancialmente la participación del Ejército y otras fuerzas estatales, aparece como difícil que no se mantenga y fortalezca también un creciente y violento poder dentro del Estado que se ha ensañado particularmente con la educación.
La ausencia de una fuerza de fondo transformadora en la educación capaz de garantizar mínimos derechos, convierte en cada vez más vulnerable a este sector y cada día más vulnerables a maestros y estudiantes. En lugar de ampliar y fortalecer las iniciativas de participación y cambio educativo, las iniciativas verticales y las agresiones hacen pensar que de fondo no hay un propósito y conducción capaz de rescatar a la educación. E incluso el abandono en que vive ésta crea la duda de si en realidad se quiere ese rescate.
En este sexenio, la SEP se entregó primero a la representación y valores de Tv Azteca, y luego se colocó en manos de personas no experimentadas y, lo más grave, sin trayectoria de interés y experiencia de por vida en la educación. Además, ya se ha cerrado el diálogo real con los maestros y la Unidad del Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros (Usicamm) es la cara autoritaria de la reforma educativa del sexenio anterior. Se abandonó a las normales (sobre todo, a las rurales) y a las universidades e instituciones de educación superior (especialmente, a las autónomas), y se les dejó languidecer y, además, precarizadas y, por tanto, incapaces de responder a la demanda de los jóvenes, de más lugares en la educación.
En ellas se alentaron los esquemas de autoritarismo y privilegio en favor de funcionarios y de una élite académica; se mantuvieron los exámenes de ingreso de estudiantes que dan prioridad a los mejores
y excluyen, sobre todo, a mujeres y pobres; se continuó con el esquema que margina del poder y de la atención institucional a las y los alumnos (sus iniciativas apenas traspasan el grueso muro de la alianza académicos-funcionarios en los consejos universitarios), y mantuvo a México como uno de los países latinoamericanos con más baja cobertura, a pesar de su poder económico.
En la educación básica abandonó las normales y pretende eliminar los ejes básicos de su orientación, permitió que los gobiernos locales jugaran con los recursos para salarios de los y las maestras y provocaron, así, protestas a las que se respondió con hostilidad.
Las protestas se conciben siempre como aisladas, sin entender que detrás de ellas hay décadas de abusos y autoritarismo, un sustrato de profunda molestia, y tampoco se considera el peso que en los estudiantes tiene la violencia de casi un siglo, la exclusión de los centros de poder y el autoritarismo en el aula, potenciado por la larga reclusión forzada que significó la pandemia. Ante esto, el Estado aparece como sólo capaz de ofrecer mesas de trabajo que fortalecen la relación vertical, modificaciones legales incompletas o sin puntería, y presto a descalificar y reprimir. Con la muerte de la que habría de ser una maestra –Beatriz– y con la ahora infinita espera por la verdad y la justicia en Ayotzinapa, lo que vivimos hoy en escuelas y facultades no es una turbulencia pasajera, es un estado naturalizado de tensión y violencia que el Estado dispensa contra maestros y alumnos, con inconcebible y hasta implacable regularidad. Por eso hoy, una vez más, la cita puntual con esa historia de violencia.
* UAM-Xochimilco