sta semana ha vuelto a ponerse atención a las acusaciones de que Felipe Calderón Hinojosa es responsable por tráfico de armas de Estados Unidos hacia México y por la entrega de ellas a grupos del crimen organizado. Antier, el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, afirmó que Calderón no sólo bañó de sangre al país y lo militarizó, sino que él y su administración terminaron convertidos en traficantes de armas
en el contexto del operativo Rápido y furioso, por lo que hay una investigación internacional
contra el ex mandatario.
Consultado acerca de dichas indagatorias, el presidente Andrés Manuel López Obrador dijo ayer que desconoce si está vigente el proceso o si las instancias estadunidenses de procuración de justicia le dieron carpetazo
por ser un asunto no conveniente
para Washington, pero reiteró que esa operación existió y el gobierno del michoacano estuvo al tanto de ella. Como rememoró el Presidente, Rápido y furioso fue un operativo efectuado entre 2009 y 2011, consistente en permitir el ingreso clandestino de armas a México con la supuesta finalidad de rastrearlas y así obtener información sobre las actividades de los cárteles de la droga. Si semejante plan es en sí mismo irresponsable y violatorio de la soberanía nacional, la corrupción imperante en el calderonismo lo volvió catastrófico, pues los delincuentes fueron advertidos y tomaron las previsiones necesarias para usar las armas sin ninguna afectación a sus negocios.
Pese a los daños letales que las armas de dicho programa infligieron en México –se usaron, por ejemplo, en la masacre de Villas de Salvárcar, donde fueron asesinados 16 jóvenes de secundaria y preparatoria, revictimizados por Calderón al vincularlos sin ningún fundamento con grupos delictivos–, el trasiego sólo fue detenido cuando estalló el escándalo por el asesinato de dos agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés). Con el tiempo, se sabría que Rápido y furioso formaba parte de un programa más amplio de trasiego controlado
de armas denominado Gunrunner, el cual arrancó desde el inicio mismo del calderonismo con el operativo Receptor abierto, que continuó incluso después de que se revelara la total inoperancia del proyecto, y surtió a los cárteles de pistolas, rifles de asalto (AK-47, AR-15), granadas y fusiles Barret capaces de perforar gruesos blindajes.
La amplitud, la duración y la letalidad de estos operativos obliga a pensar que la administración calderonista estaba plenamente al tanto y los impulsó como parte de su cada día más inverosímil guerra
contra el narco.
Por otra parte, ayer mismo los fiscales de Nueva York que siguen el caso contra quien fue secretario de Seguridad Pública bajo el calderonato, Genaro García Luna, anunciaron la entrega de nuevas pruebas en torno al papel de éste y dos de sus subordinados (Luis Cárdenas Palomino y Ramón Pequeño García) como facilitadores del narcotráfico, con lo que se refuerza la percepción de que el verdadero propósito de la guerra
fue golpear a algunos grupos delictivos para favorecer al más poderoso de ellos.
A estas alturas, los múltiples indicios de vínculos del propio Calderón con sectores de la delincuencia organizada y con corrupción a gran escala ameritan una investigación seria y concienzuda en un proceso judicial que lleve al pleno esclarecimiento, sea para sancionar o para exonerar a quien ocupó la titularidad del Ejecutivo federal entre 2006 y 2012.