n los primeros meses de este año todo apuntaba a la recuperación de ambas cámaras legislativas por parte del Partido Republicano en las elecciones del próximo noviembre. Sin embargo, en julio todo cambió y la popularidad de los candidatos del Partido Demócrata creció sensiblemente y superó a sus opositores republicanos. Una de las causas de ese cambio fue la decisión de la Suprema Corte de revertir el derecho al aborto. La decisión operó como catalizador en el cambio de los vientos políticos. Ocasionó la protesta de millones de mujeres que vieron coartado el derecho a decidir sobre su cuerpo, después de luchar contra viento y marea por preservar lo que ganaron hace más de 50 años.
Con el paso de las semanas, ese furor cedió paso a otras cuestiones que para el común de los electores han resultado más relevantes. En primer término, la inflación, y con ella la carestía que afecta a millones de hogares, y, en segundo, el crecimiento de la criminalidad.
Fue notorio el aumento de popularidad de los candidatos del Partido Republicano cuando tomaron como bandera de campaña esos dos problemas, aunque cabe decir que sin planteamientos concretos para superarlos. A juicio de no pocos observadores políticos, así como asesores de uno y otro partido, los demócratas no han logrado –o querido– modificar el discurso que en principio les dio ventaja en las encuestas. En cambio, la oposición aprovechó el problema inflacionario y acusó a los demócratas y al presidente Biden de ser sus causantes. No es la primera ocasión que una crisis económica es responsable de la caída de un gobernante. Sin embargo, la diferencia es que esta vez el presidente actuó de forma decidida para superar una crisis económica atípica causada por la pandemia. Puso en manos de millones de familias los recursos necesarios para sobrevivir y, además, impulsó la inversión con sendos paquetes económicos, lo que fue determinante para superar la crisis rápidamente. La oposición lo culpa porque considera que dichas medidas fueron los determinantes de la inflación, aunque ignoran que es un fenómeno exógeno que no pueden controlar.
Con ese escenario de fondo, no se puede subestimar otro importante componente en el cambio de ánimo del electorado: el millonario gasto, principalmente en radio y televisión, en mensajes que en su mayoría poco tienen que ver con los problemas reales de la sociedad y la manera de resolverlos. La Comisión Federal Electoral rebela que en el transcurso de la campaña 2021-2022, los partidos han recibido aproximadamente 2 mil 400 millones de dólares, de los que han gastado mil 800 millones en la promoción de sus candidatos con miras a las elecciones del próximo noviembre. La organización Public Citizen, que tiene entre sus propósitos la defensa de la democracia, informa que sólo en el proceso electoral de 2020, las aportaciones del sector corporativo sumaron 3 mil millones de dólares, cuyo fin específico fue la derrota de los candidatos con campañas hostiles a los intereses de grandes corporaciones. La responsable de abrir las compuertas del gasto electoral, y con eso pervertir el proceso electoral, fue la mayoría conservadora de la Suprema Corte que, al amparo de la libertad de expresión consagrada en la Primera Enmienda constitucional, al determinar que las corporaciones tenían del derecho de aportaciones sin límite al proceso electoral. Así, transformó un proceso democrático en un casino en el que los apostadores con más recursos tienen mayores oportunidades de ganar la partida o, para el caso, las elecciones. En ese sentido, los estudiosos han señalado que una de las formas de recobrar el espíritu democrático de las elecciones es que el Estado debe ser el único responsable del gasto para garantizar la equidad en los procesos electorales. De otra manera, como está a la vista en Estados Unidos, las elecciones se convierten en un mercado en el que el mejor postor sale ganando.