Miércoles 12 de octubre de 2022, p. 4
Creo que me convertí en fotógrafo por casualidad, como sucedía con quienes ejercían este oficio, sobre todo para engrosar las filas del periodismo. Yo venía de una serie de fracasos, entre ellos mi abandono de la carrera de ingeniería antes de empezar el tercer año. Tenía 20 años y, fuera de varios intereses deportivos, no sentía atracción por alguna actividad particular. Fue entonces cuando me encontré con la fotografía y surgió una vocación tan inesperada como apasionada. Mi nuevo trabajo, desarrollado a través de los años en varias publicaciones periodísticas, me dejó varias enseñanzas y percepciones. Era un joven fotógrafo inquisitivo y curioso. Ambulaba por las salas de máquinas viendo nacer los pliegos impresos; frecuentaba las salas de diseño defendiendo la edición de mis fotos o para cambiar alguna, lo mismo que entraba a la cueva oscura de los ya extintos fotolitos.
La hechura de un medio de prensa me interesaba desde la entrega de mis fotos o artículos hasta el manejo editorial y financiero de los medios impresos. Fue un golpe de suerte. En el periodismo impreso había adquirido experiencia y complejas percepciones que me permitieron fundar una pequeña editorial y publicar una revista mensual, independiente, por 22 años, que conjuntaba dos grandes amores: el periodismo de investigación y el mar, lo cual implicaba que abandonase la fotografía: cambié las calles, el reportaje urbano y los campos por la vida de los trabajadores del mar, la pesca y la biología marina.
Tuve altibajos hasta 1998, cuando decidí con mi esposa mudarme a Cuernavaca, donde me rencontré con mi archivo fotográfico casi del todo abandonado por cerca de tres décadas.
Con mi nueva inquietud o mi vieja inquietud recobrada, comprendí que, pasadas tres generaciones de fotógrafos, mis imágenes y lo que pudieran significar permanecían en el anonimato. De no haber sido por esas y otras confrontaciones que me revaloraban mis propios ojos, lo que hice en mis casi tres lustros como fotógrafo se hubiera perdido en la nada. Olvidados esos brumosos encuentros con la imagen, en junio de 1999 decidí explorar ese conjunto heterogéneo de negativos y positivos, lejos aún de poder llamarse archivo. Lo hice en una búsqueda de huellas personales en todo ajenas al periodismo y mi trabajo de documentalista. No fue al principio un trabajo sistemático, sino más bien improvisado, desordenado, sentimental. Pero conforme avanzaba en la primera tarea de desechar vía cesto de la basura montones de negativos de 6 x 6 y 35 mm que consideré irrelevantes, ese universo íntimo y particular de imágenes empezó a tomar vida propia, y me fue devorando, poseyendo, o, mejor dicho, enajenándome. De esas pequeñas superficies cuadradas y flexibles que son los negativos clásicos, con la luz del mundo convertida en una gama infinita de blancos y negros transparentes, y los seres y las cosas de la vida reducidos a una fantasmal escala en miniatura, descubrí mi propia máquina del tiempo.
Junto a esos diabólicos siameses que son el olvido y el recuerdo, empecé a viajar hacia un pasado de emociones e idealismo con el que miré la vida a través de una cámara. Recuperar la memoria desde mis propias imágenes me impulsó más que la búsqueda de distinciones o reconocimiento en el ámbito de la fotografía en México.
Como toda recaída en una adicción, la que he tenido con la fotografía rebasó toda resistencia. Algunos negativos o impresiones generaron redes de recuerdos y asociaciones. Luego, esas figuritas se convirtieron en enjambres de pequeños fantasmas de plata que espolearon el desboque de la memoria. Al igual que cuando fui fotógrafo, abandoné la tiranía del yo, y volví a palpitar con los otros, con la gente, con las cosas y los hechos de la vida que había captado más allá de mí mismo. En esta nueva búsqueda reduje la intención de rastrear solamente mis huellas personales y regresé a lo que me había atrapado 40 años antes: la realidad visible, ajena y transitoria del mundo circundante. Como el tiempo fotográfico nos enturbia de distintas maneras, y yo estaba encegueciendo de tanto ver negativos e impresiones desbalagados, concluí que necesitaba de otros para que me ayudaran a entender mi propio trabajo. Esta necesidad de otras miradas para comprender fue una aventura que duró varios años y me dejó múltiples enseñanzas. Aprendí a ver mejor los sentidos ocultos desde el mismo instante de las tomas, hasta las imágenes observadas por otros ojos mucho tiempo después; aprendí que la fotografía encierra en sí misma la relatividad inherente al tiempo y al espacio, y las contradicciones de la sociedad y el mundo en que vivimos.
Ahora sé que las escenas que capté ya no se pueden observar desde su mismo tiempo, lugar y circunstancia, ni siquiera por los mismos ojos del fotógrafo que las vio pasar para convertirlas en una imagen fija, quizá duradera, irrelevante casi siempre.
* Texto incluido en el libro Rodrigo Moya: México.