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La lección del infinito
A

quí camina el universo en todas direcciones: un fuelle hecho de vacío soplando cenizas que reviven. Esta frase del siglo sexto antes de nuestra era, atribuída al filósofo chino Lao-Tsé, encierra una de nuestras más antiguas certezas: el cosmos no tiene propósito; sólo nosotros lo tenemos. La historia de cómo nos hemos pensado en la falta de designio y metas del universo proviene de desplazar cada vez un poco más nuestra centralidad: no estamos en el núcleo de los planetas y habitamos un brazo de una galaxia remota de todas las demás. Sin objetivo, el universo se separa más rápido mientras más lejos nos queda; está hecho de algo que llamamos materia oscura y que no conocemos; se curva sobre sí mismo, sin exterior desde el cual mirarlo, como un signo de interrogación. Y es una pregunta que sólo nos hacemos nosotros, mirando un cielo estrellado.

Lo traigo a cuento por el premio Nobel de Física de este año para John F. Clauser, en California, Alain Aspect en París y Anton Zeilinger en Viena, todos ya entrados en su séptima década de edad. Los tres han experimentado durante 50 años para comprobar lo que Einstein llamó spooky (escalofriante) acción a distancia: dos partículas de luz pueden permanecer enredadas aunque estén separadas. Los experimentos de los tres físicos tendrán utilidad en algo que se llama teleportación cuántica y –dicen los medios de comunicación– tendrá aplicaciones en la transmisión y encriptación de la informática. Para mí, que soy un simple lector, tiene que ver con los descubrimientos, también recientes, de la forma en que los hongos sirven de red entre las raíces de los árboles. Si uno es atacado por los insectos, le pasa sus azúcares a los demás, vía la red de micelios debajo de la tierra. Estos relatos de la existencia que se comunica con formas insólitas, coinciden con un documental en Netflix, Un viaje al infinito. A través de las conversaciones con seis físicos, el largometraje me dio una sensación de pequeñez pero también de cierta prudente serenidad. Eso sucede cuando ponderamos nuestro tiempo en un universo que puede o no ser infinito y cuya transformación no tiene a lo que llamamos vida como paso crucial. Pero, al mismo tiempo, pensar que somos parte de un evento tan poco común en el universo como la conciencia, me trajo un sentimiento de entusiasmo sin ningún sentido práctico. Sólo porque sí.

La tranquilidad me sobrevino cuando escuché al físico teórico Anthony Aguirre preguntarse: ¿Qué le pasa un cuerpo físico si lo sometemos a un tiempo infinito? Pone de ejemplo una caja en cuyo interior hay una manzana. Adentro, la manzana se pudre y, eventualmente, se hace polvo. Contiene la misma cantidad de energía que cuando era una manzana y comienza a calentarse, sus partículas atraviesan un proceso de fusión nuclear. En algún momento quedarán núcleos de hierro y miles de fotones, partículas de luz. Miles de millones de años después, las partículas darán lugar a un número enorme de otras posibles cosas, pero será una cantidad finita. No cualquier cosa se puede formar, sólo 10 elevado a la décima potencia elevado a la 24. Impensable, pero limitado. En algún momento abrirás la caja y ahí estará la manzana, de nuevo. Cada cosa que puede existir, existirá un número infinito de veces. Esto significa que hay copias de nosotros en otras partes del universo, lo que es angustiante. Pero, de alguna manera, que haya un patrón en su locura me tranquiliza. La cantidad de cosas son enormes pero no impredecibles.

Lo que llamamos vida es también sólo un problema nuestro. Puede o no haberse formado un ADN que se copia y combina, pero, en algún lugar, existe, aunque no podamos verlo. Cuando miramos al cielo buscamos la vida en la oscuridad. Nos fijamos en lo que se mueve, en lo que transita, como las estrellas fugaces, en lo que parpadea. Aunque sepamos que estamos viendo el pasado, la luz que apenas alcanza nuestros ojos, buscamos signos de actividad. Estamos en persecución de la vida, aunque sepamos –como dice la teórica Janna Levin– que, en 100 mil millones de años no habrá energía en nuestra galaxia para sostenerla. Nadie estará ahí para ver el final.

Alan Lightman, el autor de la extraordinaria novela Los sueños de Einstein (2004), dice con una lágrima: De niño pensé que el universo existía desde hacía mucho antes de que yo naciera, y que seguiría existiendo mucho después de que yo muriera. Y que yo sólo era un pequeño punto, que no importaba. Yo no importaba, mis padres no importaban tampoco. Nada importaba. Todos somos puntitos viviendo en un momento muy breve. Ninguno de nosotros estaba aquí hace un millón de años. Ninguno estará aquí en un millón de años. Y al universo no le importa. Simplemente sigue y sigue. Entonces, ¿por qué perdemos el tiempo yendo al colegio, asistiendo a citas para cenar, y cosas así? Y luego, me enamoré y eso cambió todo. Eso importaba, aunque los dos fuéramos puntitos en el cosmos.

La idea de que sólo nos tenemos entre terrícolas y que, como los árboles o los fotones, podemos comunicarnos, experimentar una conexión que es breve, discreta, fugaz, me pareció dimensionadora. La conciencia de la propia finitud y nimiedad se completa con nuestra suerte de ser cenizas que reviven en el vacío. Al final de la cinta, Janna Levin nos avisa: Habrá una última criatura inteligente que tendrá un último pensamiento. Me quedé yo mismo pensando cuál sería esa última idea. Supongo que un agradecimiento finito en soledad. Porque sí.