muchos les angustia la reiterada invención de bravatas y gracejadas con que el Presidente y su gobierno quieren afrontar una realidad indómita. Lo advierten como falta de coordenadas y razón no les falta. Asusta a más lo que, según su propia experiencia o las diversas notas de los medios informativos, sólo puede ser calificado como una gran crisis de seguridad pública, que se expresa en delitos de todo tipo y cada día con mayor violencia letal, dado el poderío del armamento que se usa y, también, por las destrezas de que hacen gala los criminales.
En esas condiciones, el paso de buena parte de los mexicanos a una zozobra persistente y un temor lindante con el pavor y la desesperación no parece estar muy lejano si se asume con seriedad la perspectiva que resulta de temores e inseguridades cotidianos y masivos. Pero ahí topamos con otras evidencias que relativizan ese sentido de urgencia y desesperación que por todos lados se cuela.
La aceptación del Presidente por parte de la opinión pública se mantiene alta y en una circunstancia como la actual, en la que se han impuesto el mandatario y la Presidencia sobre el resto de los poderes constitucionales y, al parecer, sobre los intereses y las pasiones que solían presentar a un empresariado siempre en punto de fuga o al borde de la rebelión, hablan de una nueva normalidad
. Un orden en el que la violencia, el crimen y la inseguridad estarían bajo el registro de las fuerzas armadas del Estado y de la propia retórica presidencial. Así, en materia de percepciones, nuestro país continúa siendo peculiar: combinación creciente de vertientes corrosivas de la vida pública, con un discurso presidencial que se dice capaz para mantener el buque estatal a flote y navegando, sin atreverse a mirar
sus fallas evidentes de legitimidad.
Que de esta combinación ponzoñosa y peligrosa resulten todo tipo de desviaciones y fantasías, utilitariamente coreadas por el Presidente y su potente rama de agitación y propaganda, no debería sorprender ya a nadie. Frente a esta confusa y viscosa realidad política, que el mandatario quiere leer como manifestación de cambio de régimen, las opciones son pocas: la resignación, el exilio interior que tan bien practicaron los alemanes del Este, o un duro y rudo reconocimiento de su realidad para inscribirla en el escenario mayor de la República. Reconocimiento éste que, por más que les pese a los morenistas de hueso colorado, recoge mucho de aquellos momentos nombrados, aunque los dirigentes del gobierno y su partido pretendan edulcorarlo.
De todo esto no puede sino surgir un gran desconcierto y esa sensación de inseguridad y temor que alarma. Peligrosa combinatoria que no podrá ser modulada con placebos porque debajo de estos tristes sentimientos nacionales está, continúa estando, una economía socialmente insatisfactoria e incapaz de engancharse en los ciclos de recuperación y crecimiento que probablemente vivan el mundo y en particular Estados Unidos; menos protagonizar una reproducción endógena, basada en fuerzas propias porque están erosionadas por tanta inatención, por años de no recibir estímulos ni apoyos e inversiones; por no ser parte de las herramientas a utilizar para echar a andar un crecimiento estable, algo parecido a los relatos del desarrollo estabilizador
que le contaron al Presidente sus mayores.
Construir una convocatoria implica compromiso y visión. Aprestarse a renunciar a lo que nos quede de vanidad y soberbia opositora o victoriosa. Tomar al país y a la política en serio obliga a reconocernos como una sociedad fracturada y pobre, desigual y con escasísimos recursos, incluso para irla pasando. Implica aceptar que no puede inventarse de la noche a la mañana una nueva economía, y que intentarlo puede dar lugar a situaciones de escasez y rebatiña que difícilmente podrían encauzar el Estado. Precisar objetivos y no divagar pueden ser buenos puntos de partida. Así como abatir ese machismo que sólo enceguece al más pintado.
El poema pedagógico
intentado por la curiosa e intrigante oposición, que ahora medio flota, tiene que cambiar. Buscar reducar al gobernante no pasa de ser una mala caricatura de aquella célebre historieta intitulada Educando a papá ( Bringing up Father). Aquí no se trata del despliegue de buenas maneras
, como apuntan las críticas de salón sobreviviente. Lo que es urgente, frente al desorden mental y sin ton ni son que se apodera de nosotros con los días, es la necesidad de no negar las contrahechuras y confusiones en las que el país se encuentra, pero, también, tener la capacidad de verlo como una formación social dispuesta a recuperar su orgullo y seguridad y abocarse a trazar con firmeza la construcción de otros caminos, menos inciertos y más incluyentes. Estar abiertos a reflexiones autocríticas que tanto nos faltan.