epentinamente, y en unos cuantos días, se ha alterado sustancialmente el panorama en educación. La explosiva y exitosa rebelión estudiantil detuvo momentáneamente al IPN y obligó a su director a ir prácticamente corriendo a Palacio Nacional. Por otro lado, las y los maestros de la CNTE regresaron a manifestarse al lugar –el Zócalo– donde hace apenas nueve años camiones blindados, cientos de granaderos y el vuelo rasante de un helicóptero los expulsaron violentamente para permitir el paso de los militares en el desfile del 16 de septiembre. Las y los profesores aprovecharon ahora este regreso para interceptar el auto del Presidente y, con la jefa de Gobierno como testigo, recibieron la promesa de que se reanudarían las mesas de diálogo. Estos días, la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México protesta por Ayotzinapa contra los cuarteles militares en Guerrero. Además, poco a poco y silenciosamente se organiza con fuerza nacional esa nueva clase académica pauperizada de miles de profesores precarios que en las universidades está a cargo de atender al grueso de los estudiantes. Y para abreviar, el presupuesto federal en educación para 2023 es menor que el de 2019.
El hecho es que para diversos grupos de estudiantes las cosas no han cambiado significativamente, e incluso se han agravado. Como en el Poli, donde ahora –como años atrás– se pide que se resuelvan cuestiones elementales como la falta de profesores y salones, la discriminación (con el examen de selección a distancia), el acoso sexual, la opacidad y autoritarismo de funcionarios, los cobros, la falta de seguridad dentro y fuera de planteles. En la medida en que esto no ocurre sólo en el IPN es un problema nacional educativo. Y algo semejante sucede en el caso del magisterio: es cierto que terminó la situación de persecución –hasta el grado de numerosos asesinatos y encarcelamientos–, pero con eso sólo se volvió a la agresiva normalidad que se construyó con Fox y Calderón: un régimen laboral profundamente autoritario y un marco laboral anticonstitucionalmente reducido. El control que sobre la actividad docente en este sexenio ejerce la Unidad del Sistema para la Carrera de las Maestras y Maestros, el régimen de interinato (contratados sin plaza) para cientos de miles de profesoras y profesores, la falta de pago de quincenas en varios estados, la carencia de autonomía en la función docente y los bajos salarios, ahora todo eso es lo normal. En el nivel de educación superior se mantienen o se han agravado problemas antiguos: la discriminación en el ingreso de estudiantes con la nueva Ley General de Educación Superior creada este sexenio, el impulso a la comercialización del conocimiento y la creación o ampliación de una nueva clase académica: la de las y los académicos precarizados (interinos, de asignatura, temporales), con extenuantes cargas de trabajo, sin oportunidad de desarrollo profesional-académico y con ingresos que apenas rondan 5 mil pesos mensuales.
Además, está el hecho de que la historia de un siglo de violencia y represión contra estudiantes y maestros hace que las demandas actuales tengan un antecedente histórico que las explica y, por incumplidas, les confiere un tono exacerbado. Así, la rebelión en el IPN se comprende mejor si se tiene en cuenta la violencia que han vivido sus estudiantes desde 1942. En esa fecha ya marchaban y pedían infraestructura, maestros y el reconocimiento de sus estudios, pero tuvieron 100 heridos y cuatro muertos. Pero también en 1956 y 1968 (con el Ejército), y en 1971 (con paramilitares). Incluso no se ha cumplido la promesa de 2014 de realizar el Congreso solicitado por las y los estudiantes.
El caso Ayotzinapa ha permitido a nuestra generación ver con qué facilidad es posible que ocurra el asesinato masivo de estudiantes y, para algunos increíble, que en él participara directamente el Estado. Ver también, cómo se intentó encubrir esa participación y cómo aún hoy es difícil sancionar a las decenas de involucrados responsables. Por eso, cada movimiento en la educación actual hereda parte de una historia de violencia, un agravio irresuelto y responsables desconocidos. Por eso es tan importante que el Presidente haya decidido que su administración –y, sería mejor aún, él mismo como había venido haciéndolo– retome el diálogo con las y los maestras de la CNTE. Porque muestra la disposición a escuchar las demandas, hacer el esfuerzo por valorarlas sin separarlas de su historia y resolverlas en esos mismos términos. Cierto, la administración actual no es responsable del pasado, pero lo asume como propio en la medida en que permite que se repita o continúe. Avanzar por esta ruta le daría a la actuación de la SEP y a la del Presidente una amplitud y profundidad históricas en la educación Ésta dejaría de ser un área de desinterés.
* UAM-Xochimilco