Jueves 8 de septiembre de 2022, p. 4
Quienes conocieron a Eduardo Llerenas tienen una, 10 o 100 historias que contar, pero en la hora de su tránsito final considero que la mejor manera de recordarlo es escuchando el acervo de música que hizo durante su medio siglo de cazador y pescador de sonidos, que venturosamente también compartió y nos puso a todos a cantar y bailar. Música que brota del orbe de lo real. Miles de horas eternas ricas en sabor.
Formado en la ciencia, un golpe de suerte definió el resto de su vida. Dos investigadores algo mayores que él, Enrique Ramírez Arellano y Beno Lieberman, lo incorporaron a la loca aventura de viajar por los entresijos de México y el Caribe, grabando la música que, como los manantiales de los ríos, nace ahí. Ya no importa cuántas horas robaron a su labor científica en el Centro de Investigación y Estudios Avanzados, entonces parte del Instituto Politécnico Nacional, para capturar del aire los sonidos mágicos, si bien ocultos para el gran público, de la mejor música tradicional. Pasaron a la historia por una causa superior.
En las sierras y costas del Golfo y la antigua Mesoamérica, los musicólogos aficionados emprendieron una aventura extraordinaria que enriquece nuestras vidas y la conciencia de lo que son México y Cuba en su mejor versión. Lo que empezó como un vicio privado los arrancó del provecto seno de la ciencia y los arrojó a los ríos y mares del canto y la interpretación instrumental por cientos de músicos geniales y sencillos, frecuentemente campesinos, tan o más amateur
que ellos pero enteramente conectados con el sustrato terrenal.
Los caminos serranos los orillaron a las costas y los trasladaron a las islas sonoras de Cuba y Haití. Como llevaban vuelo, la aventura los acercó a las playas de África, con cierta inevitable dosis de blues afroestadunidense. Y así ensancharon las latitudes de nuestro mundo.
Eduardo inició una carrera sin retorno al lograr imprimir en acetato, y pronto en discos compactos, aquella cosecha musical en la hoy clásica Antología del Son (1985). Él y sus compañeros habían dado un giro a la cosecha musicológica de sus predecesores Raúl Hellmer y el folclorista de cuerpo entero René Villanueva. Llerenas y sus mentores encarnan la siguiente generación de musicólogos del estro popular mexicano.
El paso definitivo de su experiencia vital lo llevó al encuentro con la musicóloga británica Mary Farquharson, quien recalaba en estas tierras al desprenderse del World Circuit londinense animado por Nick Gold, en tiempos en que crecía la afición internacional (moda si se quiere) de la llamada world music. En 1992 publicaron un álbum triple que resulta su carta de intención: África en América, donde incluyen piezas de 19 países americanos, de Estados Unidos a Surinam, de Puerto Rico y Guadalupe a las costas del Pacífico.
La enciclopedia del Corasón
Ya unidos y del brazo, Mary y Eduardo fundaron Discos Corasón, que en 2022 cumple 30 años. Su catálogo resulta una enciclopedia de puro gozo audible. Con el son de todos los sones en el centro eléctrico de su corazón, dieron cuerda a duetos, tríos, cuartetos, septetos, bandas y orquestas que, justo es señalarlo, se desprenden del telar jarocho, la belleza huasteca y la embriagadora alma musical de Cuba.
A las dotes de mago explorador y social de Eduardo debe el mundo ese monumento a la música cubana de casi un siglo reunida en la experiencia del Buena Vista Social Club, imprevisto fruto de la expedición a La Habana de Ry Cooder (gran musicólogo, compositor e intérprete californiano universal) y el mencionado Nick Gold. La idea original de reunir músicos de Cuba y Mali fracasó al no llegar los africanos a la cita. A punto estuvo Cooder de tirar el arpa cuando Llerenas convocó un tropel de viejitos, jóvenes y hasta un niño timbalero, de La Habana y Santiago, y los puso a tocar juntos en los estudios Egrem.
Lo que es una tradición viva, profunda y homogénea, la poesía, la alegría vocal y el virtuosismo instrumental destilaron un tesoro musical que ningún conservatorio hubiera podido soñar. Deslumbraron al planeta entero.
Pero el producto de Eduardo y Mary llega mucho más allá. Gitanos de Transilvania, divas y maestros de Mali y Senegal, toda la gama musical de las islas y costas del Gran Caribe y de los grupos familiares y comunitarios de nuestro país les permitieron, con el Corasón en la mano, recuperar aquellos Pasos perdidos que dejara inconclusos la novela (mi favorita) de Alejo Carpentier, con mayor fortuna que el protagonista del libro.
Don Juan Reynoso, Los Camperos de Valles, el Conjunto de Cuerdas de Apizaco, Los Tiradores de Nueva Italia, Los Camalotes, el Mariachi Reyes del Aserradero, Los Madrugadores de Chon Larios, Los Gorrioncillos de la Sierra, el Trío Alma Jarocha, Los Azohuastles, las jóvenes amuzgas Hermanas García y tantos más, en los discos de Corasón se dan el quién vive con Eliades Ochoa y el Cuarteto Patria, Omou Sangaré, Taraf de Haïdokus, la Orquesta Baobab, Toumani Diabaté y toda esa pléyade cubana a la que Llerenas dedicó su tiempo, risa y devoción.
Mejor que llorar la partida de Eduardo Llerenas, acaecida el martes pasado en Tlayacapan, Morelos, donde residía, debemos celebrar la obra de su vida y brindar en su honor, como a él le hubiera gustado.