uando me senté a escribir esta mañana, la primera cosa que hice fue pensar en Salman Rushdie. He hecho esto cada mañana por casi cuatro años y medio, y ahora es una parte esencial de mi rutina diaria. Tomo mi pluma, y antes de empezar a escribir pienso en mi colega novelista al otro lado del océano. Ruego para que siga viviendo otras 24 horas. Ruego para que sus protectores ingleses lo mantengan oculto de la gente encomendada para asesinarlo –la misma gente que ya mató a uno de sus traductores e hirió a otro. Sobre todo, rezo para que llegue la hora en la que estas oraciones ya no sean necesarias, cuando Salman Rushdie sea libre de caminar por las calles del mundo como lo soy yo.
Rezo cada mañana por este hombre, pero en el fondo sé que también estoy rezando por mí. Su vida está en peligro porque escribió un libro. Escribir libros también es lo mío, y sé que si no fuera por los giros de la historia y por simple suerte, yo podría estar en sus zapatos. Si no hoy, quizá mañana. Pertenecemos al mismo grupo: una fraternidad secreta de solitarios, inválidos recluidos y extravagantes, hombres y mujeres que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo encerrados en pequeñas habitaciones luchando por acomodar palabras en una hoja. Es una manera extraña de vivir la vida, y sólo una persona sin alternativa la escogería como profesión. Es muy arduo, demasiado mal pagado, demasiado lleno de desilusiones para embonar en la vida de cualquiera. Los talentos varían, las ambiciones varían, pero cualquier escritor que valga te dirá la misma cosa: para escribir un trabajo de ficción, uno debe ser libre de decir lo que tiene que decir. He practicado esta libertad con cada palabra que he escrito –y también Salman Rushdie lo ha hecho. Esto es lo que nos convierte en hermanos, y es por esto por lo que su predicamento es el mío.
No puedo saber cómo me comportaría en su lugar, pero puedo imaginarlo –o al menos puedo tratar de imaginarlo. Con toda honestidad, no estoy seguro si sería capaz de tener el valor que él ha mostrado. Su vida está en ruinas, y aún así continúa realizando la empresa para la que nació. Desligado de un hogar seguro tras otro, separado de su hijo, rodeado por guardias de seguridad, va a su escritorio cada día y escribe. Sabiendo lo difícil que es hacerlo aun en las mejores circunstancias, sólo puedo mostrar mi admiración al respecto. Una novela; otra novela en preparación; una serie de extraordinarios ensayos y discursos defendiendo el derecho humano básico de la libre expresión. Todo esto es muy notable, pero lo que en verdad me asombra es lo que hay en la cumbre de este trabajo esencial: se ha tomado el tiempo para revisar libros de otros autores –en algunos casos incluso escribir entusiastas notas promoviendo libros de autores desconocidos. ¿Es posible para un hombre en esta posición pensar en alguien además de él? Sí, aparentemente es posible. Pero me pregunto cuántos de nosotros podrían hacer lo que él ha hecho, con las espaldas contra esa misma pared.
Salman Rushdie está luchando por su vida. La lucha ha prevalecido por cerca de media década, y no estamos más cerca de alguna solución que cuando la fatwa fue lanzada. Como muchos otros, deseo que hubiera algo que pudiera hacer para ayudar. La frustración aumenta; la desesperación aparece; pero dado que no tengo el poder ni la influencia para afectar las decisiones de los gobiernos extranjeros, lo único que me resta es rezar por él. Lleva la carga por todos nosotros, y no puedo pensar en lo que hago sin pensar a la vez en él. Su apuro ha capturado mi concentración, me ha hecho rexaminar mis creencias, me ha enseñado a nunca tomar la libertad que tengo como garantía. Por todo ello, tengo con él una inmensa deuda de gratitud. Apoyo a Salman Rushdie en su lucha para recuperar su vida, pero la verdad es que él también me ha respaldado. Quiero agradecerle por esto. Cada vez que tomo la pluma, quiero agradecerle.
* En 1999, el escritor Paul Auster, autor de La trilogía de Nueva York, elevó está plegaria que no sólo incluye a su colega perseguido por la cimitarra de la intolerancia, sino también a todos los escritores y escritoras víctimas del mismo asedio. El texto fue publicado en La Jornada Semanal un 14 de febrero, fecha en la que solía renovarse la fatwa contra R ushdie. Traducido del inglés por José Abdón Flores. Tomado de The Art of Hunger