stamos a las puertas de agosto, el calor aprieta en Europa y arde medio hemisferio norte, pero en los despachos de Bruselas sólo hay ojos para el invierno. Europa, que depende del gas para mantener a flote la industria y calentar hogares, teme el frío. Los números son los que son: en 2021 los europeos consumieron 604 bcm de gas y produjeron 223 bcm; la dependencia es descomunal.
En el mundo sólo hay dos países con capacidad de equilibrar balanzas negativas como la europea: Estados Unidos, que produce 23 por ciento del gas global, y Rusia, que produce 18. El suministro estadunidense, sin embargo, tiene dos problemas: debe transportarse en estado licuado por barco, lo cual es más costoso y limitado, y tiene una demanda propia muy alta, por lo que los excedentes son escasos. De hecho, aunque Rusia produce menos gas, exporta más. En 2020 fue el principal exportador con 230 bcm, muy por delante del segundo, Qatar (127 bcm), y tres veces más que EU (77 bcm).
Con estos números es evidente que Rusia tiene contra la pared a Europa. Aquí cada quien juega sus cartas. Bruselas apoya a Ucrania e impone sanciones a Moscú, y Rusia amenaza con cortar el suministro cuando el frío aceche. Los meteorólogos van a estar muy solicitados. Una ola de frío puede dar al traste con cualquier previsión, incluida la de la Comisión Europea, que ha pedido a los estados miembros reducir 15 por ciento el consumo para hacer frente al hipotético corte de Moscú.
La sustitución de gas ruso por otros suministradores ha llegado a su límite, por lo que la única opción real para limitar la dependencia pasa por consumir menos gas. Lo que olvidan en la comisión es que no todos los países europeos dependen en la misma medida del gas de Moscú. Hay países como los bálticos, Finlandia, Hungría o Grecia que deberían reducir su consumo en cerca de 50 por ciento en caso de corte de suministro, mientras en España, Portugal y Francia –apenas conectadas con el resto de Europa– la dependencia es nula. A medio camino se sitúa Alemania, que debería consumir 29 menos para hacer frente al cierre total de Moscú. Eso es mucho gas.
Berlín no ha tardado en alzar la bandera de la solidaridad. Nos ayudaremos los unos a los otros con los suministros
, dijo hace una semana el ministro alemán de Economía, Robert Habeck. Pero en el sur de Europa no es fácil olvidar la austeridad impuesta por Alemania tras la crisis de 2008; una mano de hierro que llevó a Grecia al abismo y a Italia a una solución tecnocrática que, fracasado el mandato de Mario Draghi, amenaza con dar paso a la extrema derecha. Berlín, que prohibió la exportación de mascarillas a sus vecinos en los primeros compases de la pandemia, apela al espíritu comunitario. La venganza siempre es una tentación, aunque no está nada claro que el sur de Europa se pueda permitir apretar las tuercas a la locomotora germana.
El test de estrés a la cohesión europea, en cualquier caso, puede ser fenomenal a partir de otoño. Y las elecciones italianas lo pueden complicar todo. De momento, la propuesta de la comisión ha recibido el visto bueno de los estados gracias a algunas exenciones para casos como el español, que deberán reducir menos su consumo. Pero está por ver que los acuerdos firmados a 40 grados en verano resistan el frío del invierno.
Con todo, cabe trasladar el debate sobre el gas ruso a otro plano. La única razón que explica el hecho de que países como España tengan que reducir su consumo de gas es la finitud del recurso. Es decir, si Madrid compra menos gas, más habrá en el mercado para países como Alemania. Si algo ha recordado esta crisis es que los recursos energéticos de origen fósil son limitados. Ya se sabía antes de que Putin invadiese Ucrania, pero el golpe de realidad ha sido estratosférico. Una región que depende de hidrocarburos que no produce y que cada vez son más escasos iba a tener grandes problemas de viabilidad al margen de la guerra de Ucrania. Igual que un sistema capitalista que exige un voraz crecimiento económico va a chocar con los límites del planeta.
Las tensiones con Rusia obligan a hacer con prisas un trabajo que debería estar haciéndose desde hace años. No sirve de consuelo, pero las viejas consignas a favor del decrecimiento cuentan desde ahora con la razón histórica: el plan presentado por la comisión para reducir el consumo de gas es, en gran medida, una propuesta decrecentista. Eso sí, antes de sucumbir a la evidencia y reducir el consumo energético, Europa –que vuelve a dar la bienvenida al carbón y acaba de calificar de verdes el gas natural y la energía nuclear– intentará quemar hasta la ceniza. La transición que viene se podía haber dado de manera democrática, pausada y con la voluntad de poner freno a la crisis climática, pero si una movilización general hoy lejana no lo impide, todo indica que será por las bravas, a destiempo, sin demasiados miramientos democráticos y sin la menor preocupación por la habitabilidad del planeta.