Sábado 30 de julio de 2022, p. 7
Editar libros es un oficio disparatado. Pocas profesiones demandan tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración en relación con sus rendimientos inmediatos. Difícilmente muchos lectores, al terminar un volumen, se preguntan cuántas horas de angustias, desvelos y calamidades costaron al editor –o al escritor, traductor, diseñador, maquetador, impresor y una larga lista de personas– esas 200 páginas que tiene en sus manos y, además, qué paga recibieron los editores por su trabajo.
Para no hacer un cuento demasiado largo, conviene decir, para todos aquellos que no lo sepan, que el editor gana, en el mejor de los casos, entre 7 y 12 por ciento de lo que el comprador paga por el libro. De modo que el lector que adquirió un texto de 200 pesos sólo contribuyó con 14 a 24 pesos para la subsistencia del editor. El resto se reparte entre escritores, miembros de la cadena de distribución y, finalmente, los libreros.
Si buscas dinero, no elijas este oficio
Esto parecerá todavía más injusto cuando se piense que los mejores editores son los que suelen publicar menos y beber más café, por ejemplo, y es por tanto normal –como veremos más adelante– que necesiten dos años y medio y mil 825 tazas de café –a razón de poco más de dos por día–, para publicar un libro de mil 800 páginas. Esto se traduce, con la ayuda de una buena regla de tres, en que nada más en café se gastan una suma superior a lo que van a recibir por un libro publicado.
Por algo, Mario Muchnik recuerda al inicio de sus memorias las palabras del también editor Stanley Unwin: si buscas ante todo dinero, no te hagas editor. Los editores que consideran su negocio sólo como un medio para ganar dinero nos producen la misma impresión que los médicos sólo preocupados por sus honorarios
.
El problema se vuelve más crítico en los países donde el comercio editorial es mucho menos intenso, pero no es exclusivo de ellos. En Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Italia, que son lugares de donde provienen los editores de más éxito, por cada uno que se vuelve rico de la noche a la mañana con la lotería del bestseller, hay centenares condenados a cadena perpetua bajo la gota helada del 7 al 12 por ciento. Algunos casos espectaculares de enriquecimiento con causa son la familia Mondadori en Italia, Gaston Gallimard –por el éxito cosechado con la publicación de A la sombra de las muchachas en flor– en Francia, los hermanos Daniel y Alexander McMillan en Inglaterra, Simon & Schuster en EU y Taschen en Alemania. En cambio, otros profesionales de la edición como Beatriz de Moura, debieron depender de las obras –como el Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez– que sus amigos escritores les obsequiaban para sacar a flote su editorial.
Mecenas y donaciones
Muchos editores extrañan la figura del antiguo mecenas, el señor rico y generoso que mantenía al artista para que trabajara a gusto. El mismo Mario Muchnik cuenta que para Editar Guerra y paz (El Aleph, 2010) debió recurrir al beneficio de un Nikólai Rostov para que su taller editorial recibiera los dineros necesarios para mantener a flote su empresa, el apoyo del pintor español Eduardo Arroyo, que se ofreció a diseñar una portada para el libro, una subvención del gobierno para la nueva traducción de Lydia Kúper y hasta cenas de recaudación de fondos. Aunque con otras caras, los mecenas siguen existiendo. Hoy hay grandes consorcios financieros, organizaciones como la Fundación Jumex, o universidades –ahí están la UANL, Colima o la UNAM, entre muchas otras–, incluso institutos como el Instituto Veracruzano de la Cultura, que destinan sumas considerables a patrocinar el trabajo de los editores. Aunque siempre emerge la pregunta: ¿hasta qué punto puede ser peligroso el oficio de editar comprometiendo la independencia de pensamiento, expresión y hasta dónde esto puede originar compromisos indeseables?
A muchos editores no les gusta condicionar el plan editorial de acuerdo al capital disponible, pero para quien no es rico, ni siquiera de familia, la independencia total no existe. Como pronto podrá descubrir el lector de estas breves líneas, en el mundo de los editores hay un dilema previo a toda operación editorial, un tema crucial, que de alguna manera atraviesa a todos los volúmenes impresos desde la primera hasta la última página y me refiero a decidir si al poner en marcha un proyecto se está motivado por las preocupaciones culturales o sólo las comerciales. Muchnik perteneció al primer grupo y en más de una ocasión eso le deparó sinsabores y lo llevó a difíciles situaciones económicas.
El sistema de patrocinio, típico de la vocación paternalista del capitalismo, puede caer en considerar al editor un trabajador más al servicio del estado. Con ese contexto, la figura de las editoriales independientes que viven de otras actividades mientras son fieles a sus colecciones puede ser remplazada por nuevas generaciones de editores que deben cumplir con tiempos y disciplinas dictadas por las instituciones que apoyan la publicación de libros.
Después de esta desanimada revisión, resulta elemental preguntarse por qué editan los editores. La respuesta, por fuerza, puede ser más melodramática cuanto más sincera. Mario afirmó en sus memorias, hacer libros puede significar escribirlos o editarlos
. Él hizo ambas cosas y fue incapaz de optar por uno o por otro y para quien quiera conocer su historia –o adentrarse en las aventuras y desventuras de un editor de libros– es recomendable empezar por Editar Guerra y paz, publicado este año por la queretana Gris Tormenta. El breve sexto volumen de su colección Editor es una perfecta guía para sumergirse en el mundo de hacer libros.
¿Cómo se edita un libro? Mario Muchnik responde brevemente, en un texto que echa mano de diversos formatos –crónica, memoria, diario, bitácora de trabajo e incluso con tinte de novela de detectives– para contar cómo decidió hacer una nueva traducción del clásico de Lev Tolstói, tarea que le costó un terrible dolor de columna y de cadera por las mil horas que pasó frente al ordenador, afirma. Ser editor es simplemente como cualquier otro oficio. El éxito es esperanzador, el favor de los lectores reconfortante, pero esas son ganancias complementarias, porque un buen editor seguirá editando de todas maneras –aunque sus libros no se vendan– sólo por saber, parafraseando a Muchnik, que puso en su trabajo toda el alma.