Somos hijos de la contradicción, del desencuentro y la disputa
n las entregas anteriores traté de presentar algunas hipótesis de las razones que, según yo, explicaban no sólo la animadversión, sino el odio cerval de la derecha nacional, contra Luis Echeverría, pero también anoté el hecho tan singular de que estos sentimientos fueran compartidos, y con semejante virulencia, por amplios sectores de la izquierda organizada, y aun por otros que, sin militancia formal en ninguna organización, tenían del mandatario los más ingratos recuerdos.
Apenas ayer leí de nueva cuenta, los documentos publicados por Fabricio Mejía, Pedro Salmerón y, por supuesto, los de Luis Hernández Navarro. Todos, no sólo incriminatorios, sino definitivamente condenatorios del ex presidente por la comisión de delitos de una extrema gravedad. Las posiciones frente a Luis Echeverría, a medio siglo de distancia siguen siendo, entre las que llamé, no sé si bien o mal, las antípodas socioeconómicas del país, ciertamente irreductibles. Esto llamó mucho mi atención y, aunque sin mayores merecimientos en la disciplina histórica, comencé a echarle un ojillo (recuerden que soy de Saltillo), a nuestros orígenes y comprobé una sospecha, más bien una hipótesis seriamente validada: somos hijos de la contradicción, del desencuentro y la disputa. Las monjitas inolvidables del confesional Colegio Antonio Plancarte me enseñaron con mayor empeño historia sagrada que historia de México, con devoción casi sensual (¿por qué, casi?), relataban que la madrugada del 12 de octubre de 1492, por la gracia infinita del Señor, un desvelado grumete que posiblemente padecía de un avanzado escorbuto pero jamás de miopía, despertó a todos los tripulantes de la carabela La Pinta (que, sin ser la nave insignia de esa despistada travesía marítima, iba adelante de La Niña y de la misma Santa María, dado que era la más veloz de las tres). Este anónimo surgió a la fama no sólo mundial (entonces apenas era medio mundo), si no también histórica. La madre Eva (no la originaria, sino mi maestra de primer año) nos daba la espalda y de repente volteaba y gritaba con su meliflua vocecita: ¡Rodrigo de Triana! Y la clase, al unísono contestábamos: ¡Tierra…Tierra! En ocasiones alternaba su grito y nuestra respuesta era, por supuesto ¡Rodrigo de Triana! Otras veces cambiaba también de tema y clamaba: ¡Y bendito sea el fruto de tu vientre! La unánime y sonora contestación era por supuesto, ¡Jesús! Evidentemente terminamos la primaria sin entender por qué Jesús era el fruto del vientre de la virgencita a quien todos (sobre todo en tiempo de exámenes) nos acogíamos con el más sentido fervor. También contribuyó a fijar en nuestra inicial memoria una inocente travesura infantil: había en el grupo el infaltable e insoportable niño sabio que a todos nos caía en la punta de cualquier objeto punzocortante porque siempre veía anticipadamente lo que nosotros veríamos mañana: ¿Podría Lotario, el grandulón africano (siempre vestido con un taparrabo) asistente del mago Mandrake (siempre vestido de frac), librarlo de la trampa en la que los malandros lo habían cautivado? Pues Jaimito ya lo sabía lo había visto en Monterrey adonde llegaban los folletines semanales uno o dos días antes que a Saltillo. Jaimito se regodeaba con adelantarnos vísperas y contarnos los finales que, por cierto, eran siempre iguales: en aquellos tiempos (y en esas historietas), la delincuencia organizada, fuera de cualquier color su cuello, jamás ganaba. ¡Oh tempora, oh mores! Un viernes nuestra monjita nos aconsejó repasar las tablas de multiplicación, porque venían las del 7 y del 9, que eran las más difíciles. Como resorte se paró Jaimito, y ufano, odiosamente ufano, aseguró: pues yo ya las vi
están bien facilitas. La madrecita sólo exhaló un discreto suspiro y farfulló: ¡Carajo, Jaimito! Dios te haga un santo, pero mientras tanto, ¡cuídate! Era un acertado consejo maternal: venía de una supermadre. Afuera de las puertas del colegio estábamos todos reunidos. Se abrió la puerta y apareció Jaimito. El Salas, rudo alumno (de unos 10 años, como todos nosotros), llegado de Guerrero, porque a su padre, que era un policía reconocido por su eficacia persuasiva para convencer a los delincuentes de reconocer sus culpas y ofrecer un firme propósito de enmienda, lo trasladaron a esta capital. El Salas se acercó a Jaimito despacito, lo tomó por las solapas y con la otra mano por la bragueta le dijo, casi al oído: Mira, pinchi Rodriguito de Triana, si insistes en seguir viendo cosas antes que todos nosotros, no te conviene. Lo que dijo tu antecesor que vio desde el palo mayor de La Pinta, es nada. Mi palo es mayor y de mejor calibre. Tú dirás si profetizas o callas
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¿Tu dirás si profetizas o callas?: Calló y, al menos, entonces, no cayó. Al que no le fue del todo bien fue al original Rodrigo. Resulta que un reputado cronista, López de Gómora, dio a conocer que Pedro de Lope, originario de Huelva, afirmaba tener pruebas de haber sido él, quien era el original autor de esta trascendental nueva concepción de la geografía del mundo de ese entonces. Sin embargo, la puntilla que definió esta disputa fue nada diferente de las actuales. El almirante Cristóbal Colón exigió que Rodrigo de Triana declarara a qué horas había avistado tierra. El torpe grumete dijo la verdad: la madrugada del día 12.
El abuelo de los Iberdrola, sólo agregó: Lástima, Rodriguito, el Rivotril no me hizo efecto y, en la noche del día 11, contemplé el horizonte y anonadado, fui yo el que exclamé: ¡Tierra, Tierra!
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