ntes de iniciarse el gobierno de Peña Nieto, los partidos mayores pactaron el Acuerdo por México, lo hicieron en total secrecía, el tema principal fue el de las llamadas reformas estructurales que tanto requería país
para lograr su despegue como potencia económica mundial. Gracias a la existencia de un libro publicado hace unos años, sabemos muchos detalles de dónde, cuándo y quiénes participaron en tan revolucionario acuerdo. Con este pacto, dice el autor, se terminaba un ciclo de militantes revolucionarios que se habían propuesto transformar este país desde sus cimientos en la lejana época del echeverrismo, periodo en el cual se conocieron.
Lo demás fue lo de menos. Los priístas que hacía pocos meses se habían opuesto a las reformas neoliberales de Calderón, de pronto vieron en el Pacto por México la salvación de la nación y en forma disciplinada, ordenada y acomedida, desde el Senado y la Cámara de Diputados impulsaron las reformas estructurales que ordenaba el equipo neoliberal de Peña Nieto, pero al mismo tiempo el equipo venido del Edomex trajo consigo toda una cultura de saqueo al erario público. Peña Nieto gobernó México, o trató de hacerlo, con los mecanismos salvajes y atrasados que había utilizado cuando fue gobernador.
Los costos de la galopante corrupción ya los conocemos, fueron enormes y devastadores para el PRI, que se fue cayendo a pedazos. Se fue al abismo la popularidad de aquel personaje al que las mujeres le gritaban: Peña Nieto, bombón, te quiero en mi colchón
. El PRI perdió en forma irremediable y continua gubernaturas.
La elección de 2018 fue la puntilla. Peña Nieto o Luis Videgaray, es lo mismo, le dio los tres puestos más importantes a tres neoliberales que nada sabían de un proceso electoral. El presidente del PRI no conocía de nombre a la mayoría de los viejos y renombrados militantes. Los maltrataba, ignoraba y contenía. El coordinador de campaña vivió alejado siempre del campo de batalla electoral. Desde el principio se supo que no quería hacer guerra sucia a ningún candidato opositor y que su plan consistía en ganar por las buenas, convenciendo a la gente de las bondades del PRI durante la campaña electoral.
Del candidato ya se ha dicho todo. Era la única persona en el gobierno que no militaba en el PRI y que no tenía fama de corrupto. Era una cara fresca. Había que impulsarlo. No importó su falta de preparación política, su poca habilidad para entusiasmar a la multitud. Su ausencia de propuestas. La falta de carisma y experiencia frente al que la gente, junto a Meade, veía como un gigante: AMLO.
¿Qué quedó después de la derrota de 2018? La humillación hacia el PRI a través de su presidente. La contundencia de la victoria de AMLO le permitió tomar decisiones de gobierno desde julio de 2018, así, el primero de diciembre de ese año fue uno de los días de mayor humillación para los priístas: obligaron a Peña Nieto a quedarse a toda la ceremonia de toma de protesta. En su rostro le dijeron de todo. Nadie protestó, nadie sacó la cara por el PRI, ni por su presidente. Los priístas reunidos en la Cámara de Diputados –entre ellos Enrique Ochoa, quien se había autopalomeado como diputado plurinominal– se quedaron callados ante las enormes acusaciones que hizo el nuevo presidente. Con esta sumisión de los priístas se terminó con el simbolismo entre el PRI y el poder presidencial. Quedaron atrás aquellos tiempos, cuando ante la posibilidad de levantarte una multa, de repente sacabas tu credencial del PRI y los de Tránsito se cuadraban: mi jefe, pórtese bien. Váyase con cuidado
.
Lo que ocurrió después ya era previsible. La renuncia del no priísta al CEN. La llegada de un personaje confiable que pudiera ser relevado sin ningún problema, para preparar la llegada de Alito Moreno. Ojo con esta aseveración. Perdió el PRI, pero los priístas hicieron el trabajo que no lograron realizar los panistas en 12 años. Pusieron en la Constitución los cambios que más les interesaban, entre ellos la reforma energética. También en estos 39 años, lo más importante es que el neoliberalismo acabó por convertirse en la ideología dominante de toda la cúpula priísta. Ya no hay nadie en el PRI que luche contra el neoliberalismo. Esto quedó también simbólicamente expuesto en la reciente discusión de la reforma eléctrica, cuando la mayoría de los ex presidentes del PRI se mostraron todos a favor de esa reforma, de su privatización, del saqueo que existe a la nación y en los hechos defendieron los intereses extranjeros sobre esta discusión. Ahí se cerró el largo ciclo del PRI.
La presidencia del PRI de Alito será un dato sin importancia cuando se escriba la historia de este partido que fue un caso de estudio a nivel mundial por su longevidad en el poder, por sus mecanismos de control, por mantener tanto tiempo a esta nación en paz, por la construcción de tantas y tantas instituciones. Pero seguramente los historiadores coincidirán en el punto de inicio de la debacle y el punto de inflexión en su derrumbe. Seguramente también quedará claro que todo comenzó en el momento en que los neoliberales se hicieron del poder presidencial y que su extinción culminó cuando se apoderaron de las riendas del partido tricolor. La extinción del PRI fue el precio que se pagó para dotar al neoliberalismo de los instrumentos legales que le garantizan una larga vida.
Por lo pronto, en el corto plazo seremos testigos de una cruenta batalla por los restos del PRI encabezada por personajes que ven la política únicamente como negocio y no como una profesión que tiene como principal mandato hacer que las cosas sucedan para que la gente progrese. No nos equivoquemos, la derrota y desaparición del PRI no implica que el neoliberalismo se haya debilitado. Al contrario, está más vivo que nunca, y se necesitará de una lucha continua, por varios años más, para derrotarlo.
* Analista político