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Incógnitas irresolubles
A

noche tuve un sueño inquietante, tanto así que desperté agitada a las 4:42 horas.

En él, me encontraba en un sitio en el que estaban presentes, y de ahí que yo sintiera que me acompañaban, mi mamá, muerta a sus 91 años, tras nueve de estar en silla de ruedas, en 2013, un febrero en una fecha como hoy. Mamá había padecido una embolia cerebral, de la que no se recuperó sino parcialmente, a base de medicamentos y fisioterapias diversas. Asimismo, antes de vernos cara a cara y ya no separarnos durante el transcurso de mi sueño, deambulaba por ahí mi hermana, que murió en mayo, un año y unos meses después de mamá, se diría que siguiéndola, con cáncer, a sus 68, a mediados de mayo de 2014. Igual que mamá, mi hermana atendió con empeño y disciplina las prescripciones del médico durante un buen tiempo, hasta que el cáncer, que había empezado en el pulmón, de pronto se extendió y la invadió por completo hasta acabar con ella.

En esa noche tremenda, mi mamá me tiende objetos que no sé lo que son.

Sin embargo, a pesar de estar acompañada por ellas dos, nada menos que ellas dos, que, por otra parte, en la pesadilla, aparecían al menos un par de décadas menores que cuando murieron, yo me sentía perdida, desconcertada, yo sí con mi edad actual a cuestas, es decir, 74 años. Me veo con la frente fruncida, me llevo una mano sobre el corazón, en un intento inútil de calmar sus palpitaciones agitadas. Mi hermana sonríe, parecería que profundamente deseosa de darme confianza, de hacerme sentir en confianza.

Aparte de mi mamá y mi hermana, yo no reconocía a nadie. Dónde está, por ejemplo, la señora que me ayuda en la casa, Marcela; o Genaro, su esposo, a quien, al morir Vicente, podría decirse que yo heredé de él, pues Genaro fue su asistente a lo largo de más de 40 años.

A mi alrededor, gente, no mucha, no multitudes, de diversas edades, vagaba por aquí y por allá, serena, incluso, si bien silenciosa, sonriente. Algunos hombres, vestidos de túnica, o sea, de épocas pasadas.

¿Dónde están todas mis referencias?, me preguntaba de veras desolada, con una angustia insoportable, que parecía asfixiarme de puro pesar. Dónde está mi casa, dónde están los barrios de mi ciudad a los que acudo con frecuencia. La farmacia San Pablo, de Camino al Desierto de los Leones; el restaurante Cluny, en avenida de la Paz, al que suelo recurrir, sola o con alguna amiga, cuando por diferentes razones no puedo comer en casa. Dónde están los hospitales con los consultorios de los médicos a los que suelo consultar con periodicidad definida, el endocrinólogo, el oncólogo, el cardiólogo, el oftalmólogo, el odontólogo, el neurólogo.

Encendí la luz y anoté en mi diario la síntesis de este sueño, con tinta y con letra lo más comprensible posible, y volví a dormirme.

No fue sino mientras tomaba café, al terminar de desayunar, a la mañana siguiente, ya bañada y arreglada, lista para subir a mi estudio y sentarme ante la máquina de escribir a trabajar un poco, cuando salté al darme cuenta de lo que había soñado.

De modo que, al recapacitar alrededor de la pesadilla que ya he redactado y transcrito en las líneas que anteceden, me di cuenta de que, a pesar de que me resultaba claro, es un decir, que me había soñado muerta, vi una incongruencia que trastocó lo linealmente que parecía hilar y describir lo que he redactado.

Pues, si me soñé muerta, en contacto cercano con dos personas de mi más íntima realidad en vida, ¿por qué con ellas no vi a Vicente, de quien enviudé hace ya un año?

Atribuyo a su ausencia, precisamente, a la falta que me hace él a mi lado, en mi vida diaria, que anhele, sin respuesta, pero con vehemencia, volver a verlo. De ahí resulta que, por lógica, por más simbólica que pueda ser en este caso, debí haberlo visto a él, muerto, al lado de mi mamá y de mi hermana. ¿Dónde está, entonces, si no ahí, dondequiera que ahí sea?

¿Dónde está Vicente?

La tranquilidad con la que podía haber sobrevivido la pesadilla de verme muerta, una vez que aparentemente la había yo entendido y hasta interpretado con cierta lógica, se desmoronó al advertir que allá, en la muerte, tampoco encontraba más a Vicente. ¿Dónde está?

No se trata de que yo estuviera haciendo nada por morir con el fin de acabar con la pena de extrañar la presencia de Vicente en mi vida, pero no podría negar mi deseo de reunirme con él.