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El esperpento
D

esde fines del siglo XVIII las sociedades occidentales han vivido sin poder revisar a fondo sus arduas cuentas pendientes con el liberalismo; actualmente, con su versión (neo)liberal. Esas sociedades nacieron en entrañas liberales y fueron formadas bajo su canon. El liberalismo nació con el capitalismo, y es la ideología y pensamiento concorde con la matriz primordial de las relaciones sociales de la sociedad burguesa, una en la que la producción de la vida material ocurre sobre la base de la propiedad privada de los medios de producción y el consiguiente yugo del salario. Con el capitalismo y su discurso liberal, nació también el individuo autónomo, portador de la libertad (la del liberalismo). Con su desarrollo, el engendro capitalista se volvió abominable. Aquí estamos los individuos de todos los lares, con nuestra libertad, viviendo el largo naufragio capitalista, mientras el neoliberalismo busca reinventarse.

Los liberales creen que el universo teórico, lógico, semántico, del discurso liberal, comprende todas las posibilidades de mirar e imaginar la realidad social económica y política. Para ellos hay un solo modo de reproducirla, sujeto a las especificidades de tiempo y geografía, conceden.

Esa realidad es la de unos desiguales unidos por el abismo. Se cuentan entre ellos –en geografías como la mexicana– mares insondables de excluidos. La base que construye la desigualdad es la relación capital-trabajo. A despecho de la creencia de fines del siglo XIX e inicios del XX, el capital desordenó gravemente la vida comunal, pero no pudo incorporarla a esa relación maestra del capitalismo: al poder concentrador del capital, se unió la resistencia opuesta por las comunidades. La sociedad básica, creada bajo las condiciones históricas de México, es un esperpento; y como dijera Ramón del Valle-Inclán, un esperpento es a la par tragedia.

No puede ser superado el esperpento si no es desde miradas y decisiones ajenas al canon liberal, económico y político. Hacerlo de un solo golpe revolucionario ha probado, hasta ahora, su ineficacia. Es preciso entonces hacerlo hasta donde la situación social lo permita, mediante el método que pruebe sus bondades para los más, y donde haya individuos y comunidades dispuestos a contradecir al esperpento. Hacerlo así, añadirá siempre nuevas contradicciones y conflictos a los que de suyo generan el capitalismo dependiente y las decisiones dogmáticas, económicas y políticas, propias de este liberalismo ramplón que ha buscado siempre imponerse a rajatabla.

Es imperativo superar la libertad abstracta propuesta por el liberalismo. Es imperativo hacerlo también respecto de las mil trampas derivadas de la igualdad abstracta propuesta y decidida mediante su canon. Llevarlo a grandes números en términos de población sólo es posible mediante la disputa por la creación de un sujeto nacional popular que pueda ser base social del desenfoque: de salirse del foco liberal e intentar nuevas soluciones. Nada de esto es nuevo, pero no es asequible en todo tiempo y lugar. El sujeto al que aludo es, en el México de hoy, el obradorismo. En América Latina han venido presentándose coyunturas históricas que han abierto algunas nuevas avenidas (¡vamos, Lula!).

La mirada liberal mexicana sólo puede ver lo distinto a su canon como barbaridad. Con esos bueyes hay que andar. La convivencia entre la propuesta liberal, y cualquier idea no convencional es, para los liberales, inaudita e imposible. Serán parte rabiosa de la oposición; parte agria, porque es la que razona. La descubierta, y parte principal de la oposición es y seguirá siendo Va por México, avanzadilla de un bloque de poder empresarial.

La nación y lo nacional es un tema que ya había sido superado por los (neo)liberales. En Europa, por un tiempo dilatado el asunto fue objeto de agudos debates entre dos ideas distintas. En los países cuyo Estado era una inapelable realidad política previa, como Francia o Inglaterra, donde habían sido construidas grandes concentraciones de poder absolutista, dotadas de administraciones e instituciones centralizadas con territorios relativamente definidos, prosperó la idea de la nación política.En otros países se guiaron por lo que los autores alemanes llamaron la nación cultural, cuyo fundamento era un grupo étnico con cultura y lengua propias, que se desarrolló antes que el Estado. A partir de la segunda mitad del siglo XIX la idea de nación cultural sería sustento programático de movimientos nacionalistas de Europa central y oriental (también de algunos occidentales), en la búsqueda de su independencia mediante la creación de un Estado propio.

Cuando ya se había debilitado, el neoliberalismo enterró el debate sobre la nación, con su propuesta de la globalización: una nueva y mayor libertad y movilidad para los individuos (capitalistas): una nueva patraña. Hoy por hoy, no hay sujeto nacional popular sin nación. El debate sobre la reforma eléctrica mostró el valor de lo nacional y quiénes son sus enemigos.