a historia del liberalismo es antigua. Sus vertientes iniciales se remontan al siglo XVII. Tres fueron sus momentos de consagración en el antiguo régimen: la revolución inglesa, la independencia de Estados Unidos y la caída de Luis XVI en Francia. No por casualidad acuñó el concepto de revolución. Erigir una sociedad basada en los principios de la igualdad, la libertad y la fraternidad justificaba el derrocamiento violento del Estado absolutista.
El siglo XIX asistió a su despliegue hegemónico. Pronto las sociedades occidentales descubrieron que no contenía ninguna de las premisas elementales que garantizaban las condiciones de la igualdad (ni ante la ley ni en la distribución de la riqueza) y que su concepto de libertad sólo volvía irrenunciable la libertad de la propiedad privada. Las dictaduras liberales del siglo XIX se encargaron de mostrarlo. Y, lejos de los nexos de la fraternidad, trajo consigo la incertidumbre moral, la insularización de los cuerpos, la soledad ciudadana, el capitalismo salvaje, el vértigo de la competitividad y la demolición de los valores de la colectividad. Todo ello basado en una doctrina que exaltaba la reducción de la relevancia del orden público (en particular del Estado) y la codificación del individuo como el nuevo primado de la sociedad.
Su resultado fue la Primera Guerra Mundial. En un sistema social que profesaba el culto al más fuerte, al más hábil, al más genial, a la competitividad y al darwinismo social, la guerra aparecía como su corolario inevitable. Su gran espectáculo. Años más tarde, la crisis de 1929 trajo consigo su primera muerte. Para evitar las revoluciones sociales, las viejas élites liberales promovieron el fascismo en Europa occidental y el corporativismo en América Latina. La Unión Soviética, ya atrapada en el estalinismo, se enfiló hacia un orden estatal. En Estados Unidos, el New Deal mostró otro camino para insertar el interés público en el ordenamiento de la sociedad. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, Occidente encontró un camino que lo apartaba, simultáneamente, del capitalismo salvaje y del compulsivo socialismo de Estado: el estado de bienestar. Fue la forma política que garantizó la época de oro
de la economía mundial y el detant entre las grandes potencias. Si quieres paz, piensa en la justicia
, reza un viejo proverbio del Talmud.
El auge terminó en los años 70. Para evitar un colapso de las dimensiones de 1929, surgió un movimiento, en particular en el mundo anglosajón –Margaret Thatcher en Inglaterra y Ronald Reagan en Estados Unidos– que desdibujó una extraña estrategia para evitar un colapso mayor, cuyo emblema aparecía como un auténtico oxímoron: la revolución conservadora. Más tarde, adquiriría la signatura de neoliberalismo.
Si el nombre es destino, el neoliberalismo nace como una doctrina de retorno: un proceso de restauración. Del viejo liberalismo adoptaría la máxima de la reducción al mínimo del interés público, el darwinismo social (ahora como filosofía de la diferenciación funcional), la competitividad desaforada y el arruinamiento de las formas de colectividad social. Y agregó nuevos ingredientes: la demolición del concepto de bienestar como responsabilidad de la esfera pública (cada quien debería velar por sí mismo), la entronización de la destrucción creativa (lo que se opone al mercado debe ser liquidado) y la transformación de las instituciones del Estado en dispositivos de las corporaciones globales y la banca mundial.
Medio siglo después del comienzo de esta restauración, ¿dónde estamos?
Aproximadamente ahí donde el mundo se encontraba en 1914, con el espíritu de guerra entrecruzando a los estados occidentales. En una doctrina que hace del más fuerte su máxima principal, la guerra entre Rusia y Estados Unidos en Ucrania representa, digamos, su corolario natural. La posibilidad de una conflagración mundial, un choque directo entre las grandes potencias, empieza a formar una parte (delirante se podría decir) del sentido común.
Las razones son casi evidentes. Se lucha por recursos energéticos y naturales (Ucrania tiene una de las mayores reservas de litio en el mundo), por mercados y privilegios (la disputa por el gas europeo recuerda incluso conflictos coloniales) y, sobre todo, por mantener al dólar (ya muy erosionado) como la moneda de reserva por excelencia. Sin embargo, dos años de pandemia mostraron que la restauración neoliberal tiene límites bastante precisos: medio siglo de erosión de lo público no logró desbancar el principio de que toca a la esfera estatal garantizar los mínimos de bienestar de la población. Si los estados occidentales no hubieran sostenido los ingresos durante dos años de encierro, lo que habría seguido es la rebelión social (o algo más radical). Todo devino súbitamente keynesiano. Ahora, la consigna es volver a la lógica de la restauración. No será fácil.
Esta vez tocará a las sociedades occidentales realizar los sacrificios: empobrecimiento de amplias franjas de la población, quiebra de empresas, defaults por doquier. Sólo el espíritu de la guerra y el nacionalismo (o ese europeísmo de cartón de los últimos meses) pueden surtir el efecto. Pero el dilema es que la crisis actual no es de sobreacumulación, sino de subproducción. No de sobreabundancia, sino de definitiva escasez. ¿Habrá llegado a su fin la restauración neoliberal?