yer fui a un banco en el que tengo la cuenta de mi pensión de viudez del Issste. Quería información de cómo lograr acceder a ella vía electrónica, o móvil, o, según se le llama hoy día, tecnológica.
Lo cierto es que fui, por decirlo de buenas maneras, muy pobremente atendida, lo que me hizo salir muy disgustada de la sucursal, sin haber resuelto para nada lo que había procurado averiguar, creo que con todo derecho.
Aparte de mi disgusto natural, que intenté superar con frases sarcásticas hacia la empleada, tono que evidentemente ella no entendió, lo que más me pesaba, usual en mí, era haber sido incapaz de imponer algún tipo de autoridad que, por lo menos, me hiciera sentir que había hecho todo lo posible por resolver mi situación.
A manera de corolario, esa noche tuve un sueño revelador. Soñé que mi hermana Patricia, un par de años mayor que yo, y muerta hoy hace ocho años, a sus 68, merendábamos en un restaurante en una mesa tan pequeña, por lo visto al estilo del lugar en el que nos encontrábamos, que Vicente, de quien enviudé hace casi un año, merendaba solo en otra pequeña mesa, contigua a la nuestra. Yo pedía una pieza de pan y un café como toda merienda, pero el mesero me llevaba dos platos. Uno con mi exiguo pedido y, el otro, con añadidos como mermelada, jamón y queso, más una pieza de pan extra y de mayor volumen que la solitaria mía. Ante semejante exceso para mí, lo que hice fue llevar a Vicente el plato grande, que él, de mejor apetito que el mío, acogió con gusto. Por su parte, mi hermana había pedido algo mucho más elaborado, que esperaba con evidente apetito. Sin embargo, a ella el mesero la trató mal. En lugar de lo que ella había ordenado, lo que él le llevó a la mesa fue un plato de buen tamaño con un frijol, repito, un solo frijol, en el borde del plato, un plato no sólo grande, sino sucio. Aparte del plato con el frijol, el mesero, que se retiró una vez que depositó frente a mi hermana el plato con el frijol, regresó casi de inmediato, y con la mirada fija en mi hermana y una sonrisa burlona, como expectante de la reacción de ella, y le dejó caer enfrente una bolsa de plástico transparente y llena de tortillas. Entonces, mi hermana, sin pensarlo dos veces, abrió la bolsa de las tortillas y las fue arrojando sobre el piso del restaurante, alrededor de nuestra mesa, de la de Vicente y de las de otros comensales. Ante semejante respuesta de mi hermana, tanto Vicente como yo lo que hicimos fue sonreír, como si aplaudiéramos su reacción, comprensible en Vicente, quien, al igual que yo, se supo y fue siempre incapaz de responder de esa atrevida y, para nosotros dos, más que valiente y admirable acción.
Al recordar el sueño, amanecí sonriente. No se necesita mayor perspicacia, ni mayor conocimiento sicológico, para interpretarlo como una venganza del maltrato del que la víspera yo había sido objeto en la sucursal del banco que lleva la pensión de viudez que me deposita el Issste.
Mi hermana me había mostrado el camino desde niñas, en la primaria a la que asistimos, que se jactaba de ser tan fina que los grupos estaban formados por un máximo de 10 alumnas por cada grupo. Así, dado mi nombre propio, que, aparte de no ser muy común en México, al menos en aquellos lejanos años, y que casualmente compartía con el de la perrita del portero del colegio, se podría sostener que atraía hacia mí toda clase de humillaciones posibles. La cosa es que en una ocasión durante el recreo caminaba sola hacia los columpios cuando, a mi espalda, otra alumna exclamó: ¡Bárbara!
, de modo que giré la cabeza para ver quién me llamaba y qué quería decirme. Pero quien fuera que dijo mi nombre, que iba en grupo, lo que hizo cuando volví a verla fue tronar los dedos como si a quien llamara hubiera sido a la perrita, y, al ver que yo fruncía la expresión, ciertamente molesta, ella y el grupo de niñas que la rodeaban soltaron una gran carcajada. Sin embargo, la atrevida no contó con que mi hermana hubiera observado la grosería, y mucho menos con que mi hermana la jalara del brazo y la tratara de tirar al piso para que aprendiera la lección. Pero sucedió que adonde fue a caer la osada alumna, de frente y con la boca abierta, fuera contra una llave de agua, golpe que le rompió los dos dientes frontales. Aunque a quien suspendieron unos días del colegio fue a mi hermana, ella no se inmutó del castigo.