o sé si hubo una generación de millennials. No hay ningún acontecimiento en particular que la distinga, como lo fue para el caso de las generaciones de la Segunda Guerra Mundial y de 1968, o bien el punk temprano que respondió a la gran restauración emprendida por Margaret Thatcher en Inglaterra hacia fines de los años 70. Tampoco la define un particular estilo de vida. Es tan amplio el periodo que abarca su extensión (los nacidos entre 1980 y 1995, según A. Gutiérrez-Rubí), que en él aparecen muchas y muy distintas formas de inventar y producir el orden cotidiano. Hoy el término generación
se presta a los más diversos usos y abusos. La formulación que sugiere Pierre Nora le da, al menos, un sentido: Un acontecimiento público, intelectual o estético que marca las formas de vida de una franja de la sociedad
. Sin embargo, el término millennials alude, sin duda, a una cuantiosa demografía. Es el momento en que la condición cyber se apodera de las vidas y la existencia de millones de jóvenes en el planeta. Muchos quedarán perdidos en la red. Otros, extraviados en el ciberabismo. Hubo también quienes supieron resistir o rebelarse. Son los habitantes de la jaula 5.0 y les tocó vivir un mundo distópico y una era del escepticismo.
No sé tampoco si la pandemia, con sus radicales consecuencias sobre los tejidos más íntimos de la vida cotidiana, con sus nuevas formas políticas y el actual espíritu de guerra que le siguió de inmediato, habrán de configurar una generación. En su caso, serían los pandemials, nacidos entre 2000 y 2005 aproximadamente. El libro más reciente de Bifo (Franco Berardi), El tercer inconsciente: la sicoesfera en la época viral, adelanta algunas reflexiones al respecto.
La pandemia, es decir, el encierro prolongado, la interdicción del tacto y el contacto, el enclaustramiento en el laberinto familiar, habrían producido un doble efecto: de un lado, un repliegue libidinal, una suerte de sicodeflación, y, al mismo tiempo, una gran dimisión frente a los valores
del flujo de los mercados. El repliegue se expresa en una dispersión del deseo de los objetos, de las expectativas y de los seres en los que estaba centrado anteriormente. Y encuentra sus pliegues de múltiples maneras: abatimiento, depresión y autorreclusión. Y la dimisión se orienta hacia una ralentización de los propósitos, hacia la indiferencia frente a las vidas de consumo, hacia un enfriamiento ante la condición cyber. Todo ello como un antídoto frente al darwinismo social del éxito
y el reconocimento
en fast tracks.
Antes que nada, en el confinamiento familiar, en muchos casos transcurre un duelo inconmensurable. No sólo por la pérdida de los seres queridos, de empresas, empleos y trabajos, por las expectativas coartadas y las carreras truncadas, sino por la reiteración virtual de la pérdida. Muchas de las muertes sucedieron antes de que se cerraran las páginas de Facebook o Instagram. Y ahí siguen apareciendo como presencias fantasmales. Un tipo de melancolía que Freud ni siquiera pudo imaginar. Una doble melancolía: hacia el pasado (que reaparece sin estar) y hacia el futuro (que está sin aparecer). Pero a la vez trajo consigo la búsqueda de lazos más profundos, más entreverados a los cuerpos mismos, más anclados en la perduración. Acaso una reinvención no del otro, sino de la necesidad del otro. Sería interesante realizar una estadística sobre el retorno de la pareja como modus existendi.
Nada más anticlimático –y carente de stimmung– que una clase virtual en una escuela básica o, incluso, a nivel universitario. Y, sin embargo, el retorno a la educación presencial
dista mucho de ser masivo. Se instauró una gigantesca duda –incluso una retirada– con respecto al llamado a la socialización, a lo gregario, al agrupamiento, a mantener la trama de la vida con los otros, junto a los otros. Los jóvenes fueron los más castigados, los más perseguidos, los más culpabilizados durante la pandemia. Cualquier intento de quebrar el cerco del encierro, una salida por cerveza, ir a ver a los amigos, era tildado de máximo peligro, de amenaza para la familia. Serán entonces las autoridades, los expertos
, los controladores del status cyber, los que dicten por lo pronto las reglas.
Por otro lado, surgió un recelo frente a lo que los millennials convirtieron en una suerte de idolatría del signo de la representación y, sobre todo, de su autorrepresentación. Al parecer, los pandemials se orientan más bien hacia la experiencia del hacedor, hacia la pregunta por el qué-hacer a partir del que-hacer mismo. Tal vez un retorno a las máximas de la vocación. Es su refugio más vital.
En la esfera pública, lo que siguió a la pandemia fueron los vientos de guerra. En 1914, el ocaso del liberalismo del siglo XIX desembocó en una época de guerras y revoluciones. Como su nombre indica, el neoliberalismo responde a una restauración, algo que se habría perdido ya desde los años 30. ¿En el fin de esa restauración se encuentra también el callejón de la guerra? Prácticamente, entre Borrell que suena los tambores de las armas desde la Unión Europea, y Putin desde Moscú, las diferencias son nimias. Lo que falta es una voz acaso como la de Rosa Luxemburgo. Por lo pronto, los pandemials votaron por Melanchon en Francia, que exige la salida de la OTAN y un camino subversivo hacia la paz.