os efectos colaterales de la invasión de Ucrania por parte de Rusia nos han recordado las alteraciones imprevisibles que constantemente enfrenta la economía global. Nos han enseñado esta lección muchas veces. Nadie podría haber previsto los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, y pocos anticiparon la crisis financiera de 2008, la pandemia de covid-19 o la elección de Donald Trump, cuyo resultado fue que Estados Unidos se volcara hacia el proteccionismo y el nacionalismo. Incluso quienes sí anticiparon estas crisis no podrían haber dicho con precisión cuándo ocurrirían.
Cada uno de estos acontecimientos ha tenido enormes consecuencias macroeconómicas. La pandemia nos hizo tomar conciencia de la falta de resiliencia de economías aparentemente robustas. Estados Unidos, la superpotencia, ni siquiera podía producir productos simples como mascarillas y otros dispositivos de protección, mucho menos artículos más sofisticados como tests y respiradores. La crisis nos hizo entender mejor la fragilidad económica, al repetir una de las lecciones de la crisis financiera global, cuando la quiebra de una sola firma, Lehman Brothers, desató (https://bit.ly/37rR9DI) prácticamente el colapso de todo el sistema financiero global.
De la misma manera, la guerra del presidente ruso, Vladimir Putin, en Ucrania está agravando un incremento (https://bit.ly/3rebUJY) ya preocupante de los precios de los alimentos y la energía, con ramificaciones potencialmente graves para muchos países en desarrollo y mercados emergentes, especialmente aquellos cuyas deudas se han disparado durante la pandemia. Europa también es profundamente vulnerable, debido a su dependencia (https://bit.ly/3LSz5le) del gas ruso –un recurso del cual economías importantes como Alemania no pueden desprenderse rápidamente o sin costos. A muchos les preocupa, y con razón, que esa dependencia atenúe la respuesta a las acciones atroces de Rusia.
Esta situación particular era previsible. Hace más de 15 años, en Making Globalization Work (https://bit.ly/3KwTCvq), yo preguntaba: “¿Cada país simplemente acepta los riesgos [de seguridad] como parte del precio que enfrentamos por una economía global más eficiente? ¿Europa simplemente dice que si Rusia es el proveedor más económico de gas entonces deberíamos comprarle a Rusia más allá de las implicaciones para su seguridad…?” Desafortunadamente, la respuesta de Europa fue ignorar los peligros obvios en búsqueda de réditos a corto plazo.
Detrás de la falta actual de resiliencia está el fracaso fundamental del neoliberalismo y del marco de políticas que sustenta. Los mercados por sí solos tienen una visión de corto alcance y la financiarización de la economía los ha vuelto aún más miopes. No se hacen plenamente responsables de riesgos claves –especialmente aquellos que parecen distantes– incluso cuando las consecuencias pueden ser enormes. Asimismo, los participantes de mercado saben que cuando los riesgos son sistémicos –como fue el caso en todas las crisis mencionadas más arriba– los responsables de las políticas no pueden sentarse tranquilamente a ver cómo suceden los hechos.
Precisamente porque los mercados no se responsabilizan plenamente de esos riesgos, habrá muy poca inversión en resiliencia, y los costos para la sociedad terminan siendo aún mayores. La solución que se propone comúnmente es cuantificar
el riesgo, obligando a las empresas a asumir un porcentaje mayor de las consecuencias de sus acciones. La misma lógica dictamina que contemplemos las externalidades negativas como las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin un precio al carbono, habrá demasiada contaminación, un uso excesivo de combustibles fósiles y muy poca inversión e innovación verdes.
Pero cuantificar el riesgo es mucho más difícil que ponerle un precio al carbono. Y si bien otras opciones –políticas y regulaciones industriales– pueden hacer mover a una economía en la dirección correcta, las reglas del juego
neoliberales han hecho que las intervenciones para mejorar la resiliencia sean más difíciles. El neoliberalismo se predica en base a una visión fantasiosa de empresas racionales que buscan maximizar las ganancias a largo plazo en un contexto de mercados perfectamente eficientes. En el régimen de globalización neoliberal, se supone que las empresas compran a la fuente más barata y si las empresas individuales no asumen correctamente el riesgo de depender del gas ruso, se supone que los gobiernos no tienen que intervenir.
Es verdad, el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC) incluye una exención de seguridad nacional (https://bit.ly/3rc9Y50) que las autoridades europeas podrían haber invocado para justificar intervenciones destinadas a limitar su dependencia del gas ruso. Pero, durante muchos años, el gobierno alemán pareció ser un promotor activo de la interdependencia económica. La interpretación bondadosa de la posición de Alemania es que esperaba que el comercio domara a Rusia. Pero desde hace mucho tiempo hay un tufillo a corrupción, personificada por Gerhard Schröder, el canciller alemán que presidió instancias críticas del involucramiento cada vez más profundo de su país con Rusia y luego pasó a trabajar para Gazprom (https://on.ft.com/3v6au5n), el gigante del gas de propiedad del estado ruso.
El desafío ahora es establecer normas globales apropiadas con las cuales distinguir un proteccionismo total de respuestas legítimas a la dependencia y a cuestiones de seguridad, y desarrollar las correspondientes políticas domésticas sistémicas. Esto exigirá una deliberación multilateral y un diseño de políticas cuidadoso para impedir acciones de mala fe como el uso de las cuestiones de seguridad nacional
por parte de Trump para justificar aranceles (https://≠bit.ly/3rc0nuU) a los automóviles y al acero canadienses.
Pero el punto no es simplemente retocar el marco de comercio neoliberal. Durante la pandemia, miles de personas murieron innecesariamente porque las reglas de propiedad intelectual de la OMC prohibían (https://bit.ly/3rcnKnW) la producción de vacunas en muchas partes del mundo. En tanto el virus siguió propagándose, adquirió nuevas mutaciones, lo que lo hizo más contagioso y resistente a la primera generación de vacunas.
Claramente, ha habido demasiado foco en la seguridad de la IP, y muy poco en la seguridad de nuestra economía. Necesitamos empezar a repensar la globalización y sus reglas. Hemos pagado un precio alto por la ortodoxia actual. La esperanza ahora reside en prestar atención a las lecciones de los grandes shocks de este siglo.
* Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor en la Universidad de Columbia y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional
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