on 10 años ya de la muerte de Jorge Carpizo y si hacemos un alto en el camino, veremos la actualidad de su obra y enseñanzas. Hace unos días en la UNAM se realizó un foro en el que se discutió sobre dos libros que guían su pensamiento: La Constitución de 1917 y El presidencialismo mexicano.
Entre las múltiples lecturas que pueden tener estos textos, creo que conviene resaltar dos aspectos: el carácter social de nuestro constitucionalismo y la necesidad de afianzar la democracia estableciendo controles sobre el propio Poder Ejecutivo.
Eso es lo que hizo Carpizo, en eso trabajó durante décadas. Por eso la construcción de la Defensoría Universitaria, la CNDH y posteriormente su participación en los esfuerzos para garantizar el acceso a la información pública y así propiciar la transparencia.
Carpizo era un convencido de la división de poderes, de sus pesos y contrapesos. Sabía que esto implicaba esfuerzos a veces hasta extenuantes desde la esfera pública, pero al final valían la pena.
Una de sus particularidades es que no sólo teorizó, sino que puso en práctica sus ideas, con una mirada innovadora, pero sujeta a sus propias convicciones.
Solía decir que nunca buscó el poder y era cierto, aunque suene extraño cuando su biografía en realidad describe, con precisión, a un hombre de Estado. Rector de la UNAM, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ombudsman, procurador general de la República, secretario de Gobernación y embajador en Francia.
Pero le asistía la razón cuando recordaba que su vocación, la más profunda, era la de ser un estudioso del derecho y la política, desde su cubículo del Instituto de Investigaciones Jurídicas en Ciudad Universitaria.
Supongo que hay que situar esta actitud bicéfala en la voluntad irrefrenable que sentía por cambiar las cosas, por resolver las injusticias y, sobre todo, por transformar.
Cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari lo designó secretario de Gobernación en 1994, más de uno arqueó las cejas y pensó que no estaría a la altura de semejante responsabilidad. Lo veían como un intelectual que no sabría conducir la política interna del país.
Estaban equivocados, porque si de algo sabía Carpizo era de política, aunque fuera apartidista. La confusión y hasta la mala fe quizá provenían de ignorar que el titular de Gobernación tenía una formación más que práctica en las tareas de negociar y dar resultados.
Como abogado general de la UNAM logró acuerdos con el Stunam, que lideraba Evaristo Pérez Arreola, que parecían casi imposibles. Lo hizo a su estilo. Una tarde el rector Guillermo Soberón lo llamó para reclamarle de la falta de avances en la discusión del contrato colectivo de trabajo y, por tanto, de las posibilidades de una huelga.
–Doctor Soberón –planteó Carpizo– quizá usted ya cometió el más grave error, al darme el nombramiento que implica defender a la UNAM. Pero está a punto de cometer uno más grave, que es no permitirme operar con mi equipo, con los funcionarios a los que yo les tengo confianza.
El rector lo respaldó, Carpizo cambió al equipo de negociadores y no hubo problema mayor, es más, entabló una relación con los sindicalistas que sería, que es, muy beneficiosa para la vida universitaria. En esos hornos se fue moldeando el temperamento que lo caracterizó.
México, en 1994, atravesaba por crisis sucesivas, las del alzamiento del EZLN en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio en Tijuana. Un año electoral sumamente complicado, pero en el que se privilegió el diálogo sobre las diferencias.
Se confió en Carpizo y la historia muestra que la decisión resultó correcta. Se atajó el fantasma de la violencia y la jornada electoral trascurrió en paz. Faltó mucho, en cuanto a reglas de equidad y financiamiento para los partidos y las campañas, pero aquellos días tan largos habrían sido muy distintos sin un jurista de ese talante en el despacho del viejo Palacio de Cobián.