omo si no fuera suficiente el cúmulo de serios problemas que se ciernen sobre la República, se desata una serie de sucesos que mucho tienen de humana pequeñez. Muy a pesar de la notable disminución de los contagios por covid, que hacen esperar la salida ansiada de esta maligna pandemia, permanecen otros serios y conocidos asuntos. En revisión a vuelo de pájaro destacan tópicos de relevancia estratégica. La inflación, cercana al doble dígito, se pavonea como amenaza a la convivencia y, sobre todo, al bienestar de la población de menores ingresos. El esperado crecimiento de la economía no puede, todavía, ser apresado con la debida eficacia. La inversión sigue una tendencia latente y no logra despejar para que empuje el aparato productivo. Y mientras tal ausencia permanezca disminuida, mejorar el bienestar colectivo no podrá alcanzar su debida y necesaria amplitud y equidad.
Y, como si todo lo anterior no fuera suficiente para ocupar y preocupar a todos, en la cumbre decisoria andan a la greña personajes relevantes. No son funcionarios que se pueden obviar y darle indebido carpetazo. Atienden en oficinas estratégicas que derraman efectos por muchos de los terrenos de la convivencia del país. El ahora citado como ave de varias tempestades es el fiscal general. Lo que llega y sale de esa institución, recién creada, no puede menospreciarse. Sin embargo, el fiscal tiene al parecer el tiempo suficiente, no sólo para enredarse en pleitos judiciales con su cuñada y sobrina política a la que logra poner tras las rejas, sino que merodea envuelto en un chismarajo muy ajeno a su envestidura. La Suprema Corte le depara una sentencia negativa que dará severo palo a sus intereses y deseos. Abogados van y otros varios salen a relucir, acusados de chantajear a célebres prisioneros, apoyados en la influencia que ejercía, nada más y nada menos, que el mismo consejero jurídico del Presidente. Este gran litigante, amigo de confianza del Presidente, sale después de un tiempo a la palestra de los medios de comunicación. Había aguantado vara como era debido por sus vitales funciones. Pero no pudo contenerse más y, en larga y sustanciosa relación, hace acusaciones que son, sin duda alguna, preocupantes, preñadas de consecuencias.
Don Julio Scherer involucra, con precisos razonamientos, a la ex ministra en retiro doña Olga Sánchez Cordero. La también ex secretaria de Gobernación, ahora en su escaño de senadora y por ello con la distinción de presidenta de ese cuerpo colegiado, resulta cuestionada por Scherer de participar en tenebrosa intriga. La abogada, según la narración, se ha aliado con el fiscal para enredar al ex consejero áulico en ilegal trama de sobornos y chantajes. Es necesario entrar a estos molestos y delicados asuntos debido al nivel de los actores del penoso drama de bolsillo. No es para nada conveniente que en esas alturas decisorias se mezclen, como si fueran chanchullos comunes y corrientes, lo que descubre la trama de marras. El nivel del escándalo es monumental. Poco puede quedar a salvo en la procuración de justicia después de las revelaciones que hace puntualmente Scherer. La conspiración que lo involucra, en cambio, está ensartada en corrillos de columnas y trascendidos de prensa. Las livianas acusaciones hechas por sujetos a proceso en busca de reducir sus tiempos de cárcel, dejan amplio margen para incrédula sospecha. Los bufetes de abogados, cercanos a don Julio, según propia afirmación, no han vertido su versión del conflicto. Pero, sin duda, lo harán, pues han sido citados por el Ministerio Público y no se podrá evitar la consiguiente difusión.
El Presidente ha rehusado tocar tan prosaico drama que remite a tribunales. En un sentido tiene razón en negarse a tomar parte de los entresijos y querellas que aquejan a sus amigos, en quienes ha depositado confianza de gobierno. Pero son altos funcionarios de su administración y responsables de cruciales instituciones. Por esto mismo no hay manera de esquivar y trascender este follón que involucra tanto íntimas pasiones humanas como esferas y delimitaciones de poder. Con seguridad habrá que entrar, de lleno, a limpiar las impurezas que ya se mezclan con la política en su mejor versión. La grilla desatada deberá quedar saldada de la forma que está solicitando.
La imagen y, sobre todo, la misma sustancia de la administración actual no puede permanecer tocada por este trafique de intrigas y abusos de autoridad. La nitidez de los actos de un gobierno que aspira a los más altos estándares de honestidad y transparencia exige claridad absoluta. Los involucrados tendrán que sujetarse a un puntilloso deslinde y acatar las penas por desusar responsabilidades en sus cruciales encargos. Aquí no puede haber oscuridades, menos, impunidad.