Esclarecedoras reflexiones de Mónica Bay sobre el toreo a la mexicana
ublicado en la revista francesa Toros, del 4 de febrero de este año, comparto con los lectores el texto titulado Toreo a la mexicana: sentimiento, hondura y milagro, de Mónica Bay (Ciudad de México), una de las ensayistas taurinas más agudas de hoy, y a la que agradezco su gentileza.
“Difícil describir con palabras el toreo a la mexicana; tiene un poco de genialidad involuntaria, mucho de misterio, todo de hondura y ninguna lógica; es la experimentación de una insoportable angustia y el triunfo sobre ella. ¿Por qué hablar de dolor al referirse al estilo mexicano del toreo? Porque eso es lo que transmite. Sentimientos que de tan profundos cuestan salir a la luz, pero cuando lo hacen, desgarran el alma de quien los externa y de quien lo testifica.
“Si bien México es famoso por sus fiestas de Día de Muertos, esto no tiene nada de festivo, al contrario, escarba en los duelos no resueltos y reta a la muerte como si así doliera menos. El toreo a la mexicana es el rastro de una tristeza añeja, de siglos de conquista y sincretismo, de pérdidas y hallazgos; de encuentros y despedidas. El torero llora sus lágrimas y sus pesares, a sus muertos y sus soledades; el público lo testifica y llora sus propias lágrimas y sus propios pesares, a sus propios muertos y sus soledades.
“Al toreo a la mexicana no se le puede llamar escuela porque es imposible de enseñar. Su ejecución no depende de ningún aprendizaje. Se trae o no se trae, se siente o no. No hay reglas ni asignaturas por aprobar. Está muy lejos de ser una técnica. Es más bien la crónica del desamor, un corazón hecho mil pedazos, es un hombre que vaga por un sendero oscuro entre piedras, charcos y lodo, con la remota esperanza del amanecer. Son los olores del campo bravo mexicano. Es el último trago de tequila en la borrachera, es la resaca del día después, es prometer no volverlo a hacer, es hacerlo otra vez.
“La cara del torero habla de noches en vela y de sombras detrás de la puerta. Es un alma quebrantada que grita, que quiere salvarse, que busca consuelo; pero también es el testimonio de esa misma alma que calla, que no se salva, que se hunde en el desconsuelo. Qué gran instrumento catártico será el capote o la muleta, qué gran recurso una verónica, un trincherazo o un muletazo perpetuo. No, al toreo a la mexicana no se le puede llamar escuela.
“En el toreo a la mexicana muy lejos quedan los espejos; todo es un medio de expresión donde se arquean los brazos, se olvidan las formas, se encorva la figura, se cuelga la quijada y se frunce el ceño. Este estilo obedece más al sentimiento que a la técnica, a la hondura que a la estética. El miedo está presente, se refleja en los movimientos, en la sed, en las palpitaciones, en el rostro, en la taleguilla; pero no es un miedo cualquiera, lejos de ser impedimento es motor y desafío, es enemigo y compañero, es derrota y conquista.
“El temple juega un papel fundamental, ya que en los efímeros segundos que dura un muletazo afloran todas las emociones. Hombre y toro se involucran íntimamente. Se acompaña con la cintura, con la mandíbula, con el brazo que sostiene la muleta, pero también con el otro, que se distorsiona a fuerza de hondura, sin que esto demerite el momento sublime de creación, al contrario, lo reafirma y rubrica.
Lo que carga el torero en su historia sale a la luz, haciendo mística la experiencia; logrando involuntariamente que el espectador no pueda olvidarse nunca de ese instante; aquellos que estuvieron presentes recordarán hasta la ropa que llevaban puesta e intentarán transmitir el prodigio de generación en generación, hasta que el tiempo diluya los últimos vestigios.