Sábado 5 de marzo de 2022, p. a12
La nueva estrella en el firmamento del canto es la soprano franco-chipriota Sarah Aristidou. Reúne capacidades, virtudes y méritos que son escasos en el atribulado mundo de la ópera, tan dado a la aristocracia, la superficialidad, el artificio y el lugar común. Ah, y el negocio.
En primer lugar, Sarah Aristidou es una muchacha sencilla. Su repertorio está muy lejos del territorio de los caballitos de batalla con los que suelen hacer fortunas los representantes de artistas y los sellos discográficos. En cambio, Sarah apuesta por la música de nuestros días. Lo suyo es el hallazgo de sonidos. Su voz es una caricia irresistible.
Su primer disco es una joya. Se titula Aether y engarza en 13 cortes el fluir del éter.
Escribe Sarah en las notas incluidas en el cuadernillo de su disco: A diferencia de los otros cuatro elementos del antiguo sistema griego: aire, agua, fuego y tierra, el éter representa una sustancia eterna e ilimitada, escapa a nuestra concepción del tiempo; puede ser imperceptible y no se puede tocar, y también designa la esencia divina del alma
.
Esta idea, agrega Aristidou, se halla en la cultura de India bajo el nombre de Akasha (del sánscrito kas, que significa: ser), considerada la fuente original de los otros cuatro elementos.
En la Grecia antigua, el vocablo aether “simboliza las regiones superiores de los cielos, el aire puro que los dioses respiran. Pero es de la imposibilidad de entender a cabalidad esta noción de donde los humanos han tomado inspiración desde los tiempos más antiguos, tanto en literatura, filosofía, la física o la cosmología, y es de donde surge la pregunta interminable acerca de la idea de un mundo paralelo, el perfecto ‘en otra parte’”.
Para evocar esa pregunta ontológica, Sarah Aristidou ideó el programa que compone su disco, combinando repertorio clásico y moderno, para soprano coloratura.
Es todo un mundo en sí mismo, el repertorio para soprano coloratura: aquellas cantantes que tienen la capacidad de ejecutar sucesiones de notas rápidas en un estilo ornamentado o con embellecimientos muy elaborados. También, alcanzan el registro más alto de la voz humana. Lo más alto: el aire que respiran los dioses, en palabras de Aristidou.
El repertorio coloratura está poblado por caballitos de batalla. Estoy consciente que decir que María Callas incurría en alturas a veces metálicas, otras horrísonas, podría resultar desagradable para quienes consideran que una diosa, como ella, no tenga derecho a poseer registros vocales difíciles.
El Olimpo de las soprano coloratura: María Callas, Ileana Cotrubas, Joan Sutherland, Edita Gruberová, Natalie Dessay, Sumi Jo et al. Todas ellas respiran el mismo aire que el de los dioses del Olimpo. Por eso le resulta tan familiar el éter a Sarah Aristidou y es por eso que el repertorio de su disco, Aether, es digno de los dioses.
Comienza con un poema de Paul Verlaine que puso en música Edgar Varese (1883-1965), compositor que suele no aparecer en vitrinas, programaciones de salas de concierto ni portadas de discos, porque no vende, según los que saben de negocios.
La partitura se llama Un grand sommeil noir (Un profundo sueño oscuro), y desde las primeras notas en el piano, activado por Daniel Barenboim, uno de los tutores (otro es el compositor Pierre Boulez) de Sarah, y la voz de la Aristidou, ponen en vida lo que ese genio llamado Edgar Varese desarrolló y bautizó como el fenómeno de la cristalización
.
Voz de cristal, la de Sarah Aristidou.
Apenas comenzó el disco y ya estamos respirando el éter, el que respiran los dioses. Así de poderoso es el álbum que hoy recomendamos con entusiasmo.
La atmósfera creada por Daniel Barenboim desde el piano es vaporosa, semitransparente, mágica. Y en medio de esa nube como las que veía el ciego Homero para nutrir sus versos del Olimpo, la voz de la soprano franco-chipriota es como una aparición a mitad de un sueño hermoso, cálido, reconfortante.
La poesía que habita este disco está preñada de melancolía, ese estado del alma que si se pone en palabras entristece, pero en sonidos desaparece toda noción de tristeza y en su lugar se asienta la belleza.
El disco Aether de Sarah Aristidou es un alto cielo donde habita la belleza.
La segunda pieza del programa es de la autoría de otro compositor francés: Francis Poulenc (1899-1963), y es un pasaje del Stabat Mater que escribió a la muerte de un amigo, pero con su tono habitual de ironía. No en balde algún crítico decía que Poulenc era mitad monje, mitad granuja
.
Sigue en el programa un pasaje de Lakmé, esa bella ópera que escribió otro autor francés: Leo Delibes (1836-1891), y es uno de los momentos en que con mayor claridad la coloratura en Sara Aristidou se distingue del resto de sus colegas porque sus agudos nunca son estruendosos ni metálicos ni forzados ni forzosos: son como gotas de cristal, como campanas.
Eso queda demostrado también en el siguiente track: Nackens Polska, en un arreglo de Christian Rivet, quien hace sonar aquí su guitarra barroca, a partir de la canción tradicional antigua sueca que habla de un tritón y su vehemente llamado a su sirena, y aparecen las ninfas, el silencio, los murmullos, los sonidos del bosque alrededor de un castillo de oro.
El canto de hada de Sarah.
A continuación, un pasaje de la ópera Hamlet, de otro autor francés: Ambroise Thomas (1811-1896), del acto IV, que contiene la célebre escena de locura de Ofelia. El fragmento que eligió Sarah se titula Le voila, je crois l’entendre y es sencillamente espectacular porque es musicalidad en lugar del circo en que suelen incurrir otras versiones.
El disco Aether de Sarah es un manantial de hallazgos sonoros. Estamos frente al asombro del sonido, ante la belleza de lo que suena.
Y la experiencia se vuelve sinestésica en el siguiente track: Layrinth V, para soprano a capella, en estreno mundial, obra que escribió para Sarah el compositor alemán Jörg Widmann (Múnich, 1973).
En 10 minutos con 53 segundos, asistimos a una experiencia límite: Sarah Aristidou emite sonidos que van de la carcajada al sollozo, hipo, chasquidos, latigueos con la lengua, percusiones con la palma de su mano en su mejilla levantada por dentro con su lengua, suspiros, gritos, alaridos.
De inmediato, al escuchar este prodigio en la voz de Sarah Aristidou, los críticos europeos han traído a colación la célebre composición de Cathy Berberian (1925-1983), esposa de Luciano Berio, inventores ambos de lo que con los años retomarían personajes entrañables como Meredith Monk, Bobby McFerrin y Diamanda Galas.
La obra Labyrinth V, como es lógico deducir por su numeración romana, forma parte de un ciclo: Lichstudie (estudio de la luz, en alemán), del que forma parte la obra Labyrinth IV, para soprano y ensamble, que podemos disfrutar en YouTube con la orquesta dirigida por Daniel Barenboim y Sarah Aristidou como solista y donde vemos en primer plano al compositor, Widmann, disertar sobre esa serie de laberintos y sus personajes: el Minotauro, Ariadna, Teseo y los autores que leyó para escribir esas obras: Brentano, Heine, Nietzsche y las otras obras que conforman el ciclo laberíntico: Drittes Labyrinth / Polyphonic Shadows y Towards Paradise (Labyrinth VI).
Todo un acontecimiento.
Después de esta experiencia límite en música, Sarah continúa con su selección exquisita: un pasaje de Pelleas et Melisande, ópera de otro autor francés: Claude Debussy, donde el sonido es materia etérica.
Enseguida, otro pasaje de Lakmé, de Leo Delibes, luego La canción del ruiseñor, de Igor Stravinski, y después un pasaje estremecedor de La tempestad, de William Shakespeare, en la ópera que escribió Thomas Ades (Londres, 1971), y enseguida otro pasaje que rebasa lo sublime: Il trionfo del tempo e del disinganno, de Handel, pieza que evoca a la rosa y la espina, otra partitura de Handel (with care).
Más música moderna: Die Weisse Rose (La rosa blanca), del compositor alemán Udo Zimmerman (fallecido apenas en octubre de 2021), y el disco culmina en la belleza del Stabat Mater de Francis Poulenc, en otro pasaje de la misma obra que escuchamos al principio del disco.
La música de este disco es de una belleza quieta, pero se mueve imperceptible. Es el éter, y tiene razón Sarah Aristidou: no la podemos ver ni tocar pero sí la podemos habitar.