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La gratitud de los asilados
C

onsta que muy pocas veces me expreso en primera persona. Cuando recurro a ella es para hacer referencia a colectivos de los que formo parte, como es el caso de ese gran conglomerado lleno de matices que constituimos los mexicanos, aunque hay algunos que pujan por ser gringos o españoles.

Este servidor, que nació en este país hace casi 80 años, ha vivido siempre en él, salvo una excepción semestral en Chile y otra anual en Puerto Rico. Lo que sí es cierto que ha sido pata de perro y ha aprovechado cuanto ha podido para trotar mundo. Pero ello incluye recorrer para arriba y para abajo –de frontera a frontera– el territorio nacional. ¿Cuál es el idioma con que expreso mejor mis sentimientos y mis ideas? Pues el español que hablamos en México, aunque algo hago en inglés, francés y catalán, y en alguna época hasta mascullé algo de náhuatl. Sobra decir cuál es la nacionalidad que he ostentado con orgullo desde que tuve algo de uso de razón.

Soy, sí, hijo del exilio republicano y respeto como el que más la cultura y la patria de mis padres, la catalana, pero mi preferencia por el tequila sobre el tinto es patente. Porque además, soy jalisciense, ¿y qué…?

No ha sido buena, en general, mi relación con los conglomerados de hijos de exiliados que, nacidos en México o no, hicieron de su hispanidad casi una profesión y del menosprecio por este país, un verdadero hábito.

Tengamos presentes actitudes que incluso daban lugar a que minimizara la gratitud que deberían tener todos los refugiados por el solo hecho de que, además de muchos otros beneficios, en México salvaron su vida y, como si fuera poco, tuvieron la oportunidad, en general, de ganársela con mucho más decoro en que otras partes… No olvidemos que, cuando no se los aceptaba en la mayor parte del mundo, nuestro país abrió las puertas a un número mayor que los asilados en todos los países de América juntos. Ello hay que tenerlo presente ahora que, en España, parecen aplicar descuentos ominosos.

Era una expresión pública generalizada y repetida el agradecimiento porque México había abierto las puertas, olvidando, quizás involuntariamente, que además hizo lo que no tiene parangón en la historia de la humanidad, como es el hecho de haber ido por ellos. Ahí están los nombres de Gilberto Bosques y de Luis Rodríguez, que lo demuestran.

Pero en lo privado hubo muchas costumbres detractoras, de espetar ¡ni dos conquistas os bastan! hasta la de exclamar pinche país ante cualquier contrariedad. Recuerdo también a un pequeño cónclave de alumnos del Instituto Luis Vives, supuestamente más izquierdoso que el Madrid (donde excuso decir lo que se alcanzaba oír y a discriminar) que me reclamaba y hacía escarnio de mi mexicanismo.

Para minimizar el sentimiento de gratitud, en boca de hijos de aquella migración, me tocó escuchar esta frase: Nosotros sacamos a este país de atrás de la cortina de nopal. El mismo principio que se esgrimió en el siglo XVI para justificar su mano pesada… Ahora resulta que los agradecidos deben ser los mexicanos. Por cierto, entre los nuevos evangelizadores reverberan enemigos de los principios del cardenismo: quienes se han colado en las altas esferas de este país, se solidarizan con quienes se opusieron incluso a la llegada de refugiados republicanos y no escatimaron insultos para ellos.

Por fortuna, hay otros de talante diferente, dignos de admiración y respeto.