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Injusticia contra los más pobres entre los pobres
C

omo señalé en mi artículo del lunes pasado, es lamentable la situación que viven los 10 millones de jornaleros mexicanos. El domingo 12, Fernando Camacho, reportero de La Jornada, resumió los frutos recientes de varias investigaciones sobre el tema. Son de Agustín Escobar, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social; Omar Stabridis, de El Colegio de la Frontera Norte, y José Eduardo Calvario, de El Colegio de Sonora. Los tres señalan que los salarios de los jornaleros habían mejorado en algunas unidades agro­exportadoras, como la de alimentos. Pero siguen expuestos a los agroquímicos, condiciones climáticas extremas, accidentes y carencia de servicios básicos.

Los daños en la salud de los jornaleros se conocen desde hace más de un siglo, cuando comenzaron a usarse en los campos agrícolas numerosas fórmulas químicas contra las plagas o eliminar las malezas que compiten con los cultivos. Se trata de más de 300 compuestos que en un principio se creyó no hacían daño. Mas los estudios de especialistas demostraron que eran una amenaza para la salud y el ambiente.

Millones de jornaleros han sido las víctimas de los agroquímicos que aplican con equipos móviles sin contar con la mínima protección. O de los que se esparcen desde avionetas. A muchas de las víctimas de este arsenal los llevan a los hospitales por sufrir golpes de calor. En realidad, están envenenados con los agroquímicos. Me tocó ver en el hospital de Culiacán cómo los médicos que los atendían les pedían que estuvieran más tiempo hospitalizados, hasta recuperarse. No lo hacían porque perdían su empleo.

Al terminarse las labores en los distritos de riego, los jornaleros vuelven con sus familias a sus comunidades de origen. Gracias a los estudios de campo realizados durante una década sobre los plaguicidas y sus efectos en la salud, comprobamos que cientos regresaban enfermos sin saber que sus padecimientos eran por su exposición a los agroquímicos. Igual sucedía con los familiares que los acompañaron en su peregrinaje laboral.

Algo semejante pasaba en los campos de cultivo de California, Texas, Nuevo México y Florida, por ejemplo. Un vigoroso movimiento en pro de mejoras salariales y condiciones adecuadas de trabajo y salud, lo encabezó el Martin Luther King hispano, César Chávez (1927-1993). Estadunidense de origen mexicano, Chávez inició su lucha en 1960 en California. Se le sumaron miles y poco a poco obligaron a los patrones a mejorar la situación imperante. En cambio, en México las autoridades laborales y de salud llevan décadas prometiendo medidas en pro de condiciones de trabajo adecuadas que garanticen a los jornaleros y a sus familias salud plena y atención médica en las instituciones públicas, como el Seguro Social, y que al aplicar el arsenal químico, estén protegidos al máximo. Sería una forma de evitarles desde cáncer, anemia aplástica, daños al sistema respiratorio, pulmonar y reproductivo, enteritis, diarreas y muchos males más.

Las mujeres y los niños que trabajan y/o acompañan a los jornaleros son más propensos a enfermar al estar en contacto con los agróquímicos: dos veces más anemia, infecciones estomacales, asma y males respiratorios y del corazón. No es de extrañar pues en diversos distritos de riego, el jornalero, su mujer y sus hijos se bañan en las corrientes de agua que llevan residuos de plaguicidas. Allí lavan además su ropa y hasta usan como recipientes de agua los tambos que antes contenían agroquímicos, algunos prohibidos en decenas de países por su alta toxicidad. El glifosato es apenas uno. Los hay aún más peligrosos.

Desde 1924 el gobierno y el Poder Legislativo mexicano aprueban medidas para proteger a quienes están en contacto con los plaguicidas: trabajadores de las plantas donde se elaboran, los almacenan y distribuyen y a los jornaleros agrícolas. Han sido un fracaso, una burla. Se impone el poder de la industria química y sus aliados en el gobierno federal y en el Congreso de la Unión. Así es letra muerta el derecho constitucional a disfrutar de salud plena. Y una injusticia social y económica para los más pobres entre los pobres.