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Combate a la violencia: nuevas narrativas, viejas prácticas
L

a violencia en México no cesa y, al parecer, el entorno electoral y poselectoral no ha hecho más que empeorar esa dinámica que, lamentablemente, se ha convertido en una presencia cotidiana en numerosas poblaciones del país. Violencia y corrupción fueron los dos principales problemas del país que heredó Andrés Manuel López Obrador hace tres años cuando asumió la Presidencia, y sobre ellas fundamentó buena parte de la narrativa de su campaña así como los primeros signos de su gobierno. Abrazos, no balazos, prometía AMLO; pero hoy, a tres años de aquellos días, la violencia no cesa y la pacificación se ha vuelto sinónimo de militarización.

Repasemos algunos de los más recientes hechos de violencia. El 19 de junio civiles armados abrieron fuego en las calles de cuatro colonias de Reynosa, Tamaulipas. El saldo oficial fue de 19 fallecidos por impactos de bala; 15, ciudadanos de a pie que transitaban por la zona. Los ataques no fueron una confrontación entre grupos criminales, sino fuego abierto contra la ciudadanía, ante el cual la policía y el Ejército reaccionaron horas después, a pesar de efectuar rondines cerca de la zona.

El miércoles 7 de julio, pobladores de los municipios chiapanecos de Che­na­lhó y Pantelhó se vieron directamente amenazados por grupos paramilitares y del crimen organizado, que acabaron con la vida de Simón Pedro López, ex presidente de Las Abejas de Acteal, y provocaron el desplazamiento de al menos 2 mil personas, según estimaciones del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas. A este recuento le precede la violencia política generalizada durante las campañas y las balaceras poselectorales ocurridas en Zacatecas.

Cómo ignorar el caso emblemático de Aguililla, Michoacán, cuyos pobladores han sufrido largos meses sitiados por integrantes del crimen organizado que se disputan entre balaceras frecuentes el territorio y han mantenido un bloqueo carretero, no obstante que el Ejército ha instalado un cuartel en el lugar.

El Estado se ha visto superado e indudablemente hay instituciones públicas coludidas en la generación de los entornos de violencia. México, hoy cuenta con parcelas territoriales enteras, donde la presencia de las instituciones del Estado es inexistente, o en su defecto existe pero para fortalecer los intereses de bandas criminales. En este entorno de macrocriminalidad, la estrategia de abrazos, no balazos es insuficiente.

En noviembre de 2018 López Obrador presentó su Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024, que consideraba ocho estrategias para la pacificación del país que, articuladas, constituían una política integral para la atención de la violencia. No obstante, el plan, que incluía programas sociales, la reconstrucción de tejidos sociales, la dignificación del sistema penitenciario, un enfoque de justicia transicional, entre otras medidas sumamente pertinentes, terminó por diluirse en la creación de una Guardia Nacional militarizada, medida que era sólo la última de las estrategias.

Es decir, tenemos una nueva narrativa presidencial en el ámbito público –abrazos, no balazos–, pero la misma estrategia de combate a la violencia, basada en la militarización de la seguridad.

Conviene hablar del reciente informe del Centro Prodh titulado Poder militar: la Guardia Nacional y los riesgos del renovado protagonismo castrense. Según el reporte, las condiciones están dadas para que se recaiga en los abusos a derechos humanos del pasado, cometidos por las fuerzas armadas. El documento es contundente: La experiencia mexicana muestra que incluso, en determinadas circunstancias, el despliegue militar puede ser en sí mismo causa de que la violencia aumente. Se habla de al menos 27 tareas nuevas encomendadas al Ejército y Marina en este sexenio, bajo el riesgo de que la militarización de funciones civiles, genere la politización de las fuerzas armadas en detrimento de la transparencia y rendición de cuentas de las instituciones castrenses.

El Presidente ha repetido que recibió un país con una espiral de violencia ascendente y ha defendido su estrategia al señalar que ha logrado que los homicidios no continúen la tendencia ascendente que registraban hace tres años. Ambas cosas son ciertas, basándonos solamente en el número de homicidios por año, se ha establecido una meseta en las cifras de este indicador; el problema es que se trata de una meseta sumamente alta sin tendencia alguna a la baja durante muchos meses. Otro argumento reiterado desde Palacio Nacional es que ya no es el Estado el que violenta; sin embargo, esta afirmación resulta cuestionable ante la evidente permisividad de la violencia en eventos como los de Tamaulipas y Michoacán.

No olvidemos que, en todo caso, es ante el propio Estado que debe darse la exigibilidad del derecho a la seguridad y a la integridad, sin importar quién incurra en graves violaciones. Mientras las nuevas narrativas minimizan, invisibilizan y dan seguimiento a la violencia como meros sucesos coyunturales, las viejas prácticas se sostienen al militarizar no sólo la seguridad pública sino la gestión de políticas públicas en materia de salud, educación e incluso infraestructura. Los riesgos son claros y la historia nos recuerda que la militarización, en nombre del orden y la paz, por lo menos durante los últimos 14 años no ha resultado.