a pasada fue una bondadosa elección. Aseguró que casi todos ganaran mucho y que sólo algunos tal vez perdieran hasta el registro. Pero el electorado fue a las urnas con ánimo de lograr dos propósitos: uno, certificar lo que se ha hecho, y dos, reajustar el tablero nacional. Deja sobre la mesa un conjunto de áreas sujetas a negociar aspectos cruciales de la vida organizada. Reafirma sus deseos de continuar por la senda de los cambios, sin dejar de entrever que algunos afectarán la estructura para darle un rumbo distinto a lo establecido en las décadas neoliberales.
Haber dado un sonoro y concreto mentís a las diatribas, premoniciones catastróficas y a la promoción de miedos es un logro considerable. No más fantoches predicando tiranías ocasionales y dictadores para cualquier día de gracia. Las calles para cumplir con las diarias ocupaciones son, qué duda, transitables. No hay, tras cada esquina, maleantes embozados que puedan poner en peligro la emisión de los votos. Hay una República de ciudadanos que, a pesar de los estragos pandémicos, ha evitado las asonadas, las rebeliones y los enfrentamientos tipo Colombia. Con enormes dentelladas virales en la distribución de los bienes y las riquezas se mandata proseguir en lo básico prometido, la persecución de la igualdad.
La cátedra difusiva insistentemente centró sus alegatos en acotar al gobierno y sujetarlo a controles en su accionar. Aunque nunca dibujó abiertamente su horizonte como ruta alterna. Sin confesarlo expresamente, pero dando como supuesto el modelo acumulador, los promotores de bloquear los cambios en marcha no cumplirán su cometido para los venideros tres años. Podrán, eso sí, adoptar la actitud reaccionaria –en cuanto a oponerse a toda acción gubernativa– pero ello les acarreará serios costos. Dotar a las empresas y los empresarios de libertad irrestricta para reducir salarios y neutralizar la sindicalización tampoco tendrá futuro asequible. Tal mandamiento sólo puede darse sujetando el movimiento hacia adelante de la sociedad organizada en su búsqueda de bienestar. Volver a pregonar la milagrosa eficiencia de los mercados como paradigma para el equilibrio y la seguridad económica es pura fantasía. Ahí, en ese mantra idealizado, anidan afanes de control y ambiciones incontrolables. Los contrapesos, como premisa ineludible, parten de una visión reduccionista, y en mucho falsa, de la democracia. Lo que ésta exige son plurales equilibrios justicieros en la asignación de los escasos recursos. No hay, ni habrá, instituciones intocables. Impedir correctivos y adiciones que garanticen honesta equidad no llevará signos de éxito. Se debe interpretar con honradez lo que dictaminaron los electores, ir hacia una mejor y sensible vida institucional. Y no cosificarse en mandatos que implican distinción de clase o prerrogativas inmutables.
Necear con detener la acción gubernamental y sujetarla a lo estrictamente indispensable en lugar de permitir su intervención distributiva no es recomendable postura. México ha sido un disciplinado alumno del control presupuestario y el cuidado de los réditos al capital. A cambio de seguir, con celo envidiable, estos preceptos se sometió al empleo a niveles inaceptables. El bienestar de los olvidados es un mandamiento irrenunciable ahora y también para adelante. No más publicidad de trabajadores esclavos para promover la inversión, los rendimientos y el comercio. Los inversionistas son presentados entonces como imponderable meta a conseguir a costa de todo lo demás. De esta irresponsable manera se acentúa la concentración del ingreso y la riqueza que campea en el país y el mundo.
Es necesario enriquecer la conciencia de la inestabilidad financiera como premisa de entrada para auspiciar las igualdades imprescindibles. La opinocracia se esmeró en introducir temores para inducir el voto de las clases medias, sensibles a esos llamados. De ahí que, en las mayores ciudades del país donde se concentran, hayan respondido a sus llamados. La mera capital resintió, en su intimidad, los terríficos llamados de la cátedra difusiva. Los miedos esparcidos en aquellas zonas donde habitan mayoritariamente esas clases medias levantaron la votación de manera significativa. La CDMX quedó escindida en dos zonas: la oriental populosa y popular resistió esa maligna propaganda y siguió firme en apoyar al gobierno en sus transformaciones. La zona poniente puso oídos al tremendismo y quedó a merced de sus miedos.
El triunfo de Morena en las gubernaturas le asegura fuerza adicional. Podrá ejecutar sus programas con mayores facilidades y hará sentir su influencia en las votaciones del Congreso. En resumen, Morena sacó un resultado que la dota de capacidades para continuar su ruta y cambiar lo que todavía pretende.