esde antes de la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos, la oligarquía neoliberal mexicana percibió el peligro que se cernía sobre su hegemonía política, económica y mediática: la candidatura de Donald Trump representaba, entre muchas otras cosas, el renacimiento de las viejas corrientes aislacionistas del país vecino, aderezadas esta vez con un discurso racista y chovinista, y era reacio a continuar los procesos de integración supeditada de la economía mexicana y al modelo de exportación de fuerza de trabajo, que fueron la columna vertebral del neoliberalismo mexicano. Por eso tomaron abierto partido por Hillary Clinton, partidaria de continuar esa expresión específica de la globalización y defensora de las políticas injerencistas de Washington.
Ya con el energúmeno republicano instalado en la Casa Blanca, esa oligarquía y sus ideólogos y voceros trataron de usar el dato para crear un pánico electoral adverso a López Obrador: en su discurso, si teniendo a Peña de presidente nos había ido tan mal con Trump, un triunfo del tabasqueño implicaría una colisión catastrófica entre un presidente gringo más reaccionario que sus antecesores y uno mexicano de izquierda.
Pero ni ese ni sus otros alegatos les sirvieron de nada: en junio de 2018 el pueblo se alzó en urnas para colocar a AMLO en la Presidencia y para poner fin al nefasto ciclo de gobiernos neoliberales y, a pesar de los malos agüeros de la derecha vernácula, la relación bilateral marchó razonablemente bien; mucho mejor, en todo caso, que durante las administraciones entreguistas y sometidas de Calderón y Peña Nieto.
El año pasado la derecha mexicana volvió a rogar por el triunfo de los demócratas y festejó ruidosamente la victoria de Joe Biden, no porque éste hubiese adoptado lineamientos sociales progresistas (en gran medida, bajo la presión de Bernie Sanders y las nuevas generaciones demócratas), sino porque pensaron que la buena relación entre AMLO y Trump habría de dar paso en automático a una animadversión del nuevo mandatario estadunidense hacia el presidente mexicano.
Más aún, desde entonces los voceros de la reacción local han hecho cuanto han podido para inducir tropiezos en los vínculos entre ambos gobiernos. Aprovechando sus contactos y sus espacios en los medios del país vecino, los comentócratas al servicio de la oligarquía mexicana han desplegado una campaña para convencer al equipo de la Casa Blanca que en nuestro país se ha implantado una dictadura castro-chavista que está en vías de destruir la democracia, el estado de derecho y la propiedad privada y que representa una grave amenaza a la seguridad y la economía de Estados Unidos y del hemisferio.
Huérfanos de programa propio, de proyecto de nación y de iniciativa, los oligarcas y sus aliados no tienen más propuesta que acabar con un gobierno que les ha quitado privilegios y prebendas, que les sanciona hasta donde es posible sus corruptelas pasadas y que ha reorientado el presupuesto para dejar de privilegiar a decenas de miles y empezar a beneficiar a decenas de millones.
El problema para ellos es cómo poner fin a esta Presidencia plebeya que los ha obligado a hacer fila para la vacuna y que les responde sin ambages cada una de sus maquinaciones y calumnias. La vía democrática no les sirve: a estas alturas, aunque han tratado de usar como armas arrojadizas contra la presidencia lopezobradorista la pandemia, los feminicidios, la tragedia de la línea 12 del Metro capitalino y hasta la sequía, los líderes políticos, económicos y mediáticos de la reacción neoliberal saben que no podrán arrebatarle a la mayoría gubernamental el control de las cámaras en las elecciones de junio próximo.
Sí, la Cuarta Transformación ha desencantado a algunos sectores de las clases medias que en 2018 esperaban equívocamente de ella una bonanza personal instantánea, pero eso no alcanza para ganar el Congreso. Y aunque tengan en el INE a sus incondicionales Lorenzo Córdova, Ciro Murayama y demás consejeros impúdicamente alineados con la oposición, el fraude masivo al estilo de 2006 y 2012 ya no parece viable.
En esas circunstancias, la reacción se encomienda a San Biden, pensando que una forma rápida para desestabilizar al país es alentar el injerencismo estadunidense. Incluso anda por ahí un mafioso disfrazado de académico que pide la adopción de sanciones económicas contra México y no ha faltado la visita de un presunto delincuente electoral del PRI al secretario general de la OEA, Luis Almagro, célebre experto en la promoción de golpes de Estado contra gobiernos progresistas: viaje al castillo de Miramar en versión 2021. Pero, para desgracia de los oligarcas desplazados y sus agentes, la relación entre los gobiernos de México y EU marcha bien; hasta donde vamos, son mayores las coincidencias que las divergencias y no parece que Biden esté interesado en alentar el caos en su vecino y socio comercial. Tendría que estar loco.
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