De rudos y técnicos, de máscaras y cabelleras
l finalizar la semana uno quiere escapar del mundo, de la propia realidad, y hasta de la de los demás, y en la Ciudad de México se puede encontrar una amplia oferta para lograrlo: tenemos parques, bosques, o canales con embarcaciones que invitan a contemplar la naturaleza a través de fauna silvestre endémica y aves migratorias que desde el norte del continente huyen del frío en busca de la calidez del Caribe, y que encuentran en Xochimilco una escala de descanso. Sin duda, la capital cuenta con maravillosos escenarios de contemplación, pero –estará de acuerdo– ninguno ha sido tan eficaz para olvidarnos del mundo como la arena de lucha libre en la que rudos y técnicos, con más coreografía que ferocidad, se baten de dos a tres caídas sin límite de tiempo.
Nada más que las arenas vuelvan a abrir sus puertas habrá que llegar temprano para conseguir buen lugar e ir, con las botanas que ahí venden, calentando motores; las actuales son más llenadoras que las de antes, pero jamás tan sabrosas como lo eran entonces, pues los vendedores de chatarra
cambiaron las habas y garbanzos con chile por papitas hechas de harina –de las que saben más a aire que a fritura–, y en lugar de manitas de cerdo o esquites habrá que conformarse con una sopa de esas que venden en vasos de unicel. Afortunadamente, los cueritos en vinagre aún no son remplazados por algún producto lleno de advertencias en su etiqueta, y la cerveza sigue corriendo –por supuesto– en vasos de cartón para evitar que el recipiente se convierta en un arma que el público pueda utilizar contra su rival; y es que fuera del que existe en la lucha libre, cualquier otro fanatismo es menor.
¡Rudo, rudo, rudísimo! es el grito que avisa, por parte de la afición deseosa de ver piquetes de ojos, mordidas y lo prohibido por el reglamento, que la lucha va a iniciar. Del otro lado están los técnicos, puristas
del deporte que, a pesar de que se identifican con el cumplimiento de las normas y disfrutan la pulcritud en el combate, no se quedan con las ganas de mentar madres ni de hacer señas obscenas. ¿Ha considerado usted que tal vez uno de los mejores lugares que existen en la capital para aprender a insultar está en las luchas? Piénselo, le aseguro que ahí aprenderá más del arte de increpar que en cualquier manifestación o movilización. En la arena está la voz –soez– de la experiencia, personas mayores, sobre todo mujeres, no han dejado de acudir desde la niñez a apoyar a sus luchadores y retar a los contrincantes –incluso– con amagos de golpes, o ya de plano dejándoles ir la silla plegable convertida en arma.
¿Desde cuándo vamos a las luchas? Su origen no es tan remoto, a pesar de que en el México prehispánico existía un tipo de lucha con la que jóvenes que se preparaban para la guerra tenían enfrentamientos cuerpo a cuerpo, como puede apreciarse en algunas esculturas olmecas y que, durante la intervención francesa en México, se llevaron a cabo en nuestro territorio algunas exhibiciones importadas de combates entre dos luchadores. No fue sino hasta finales del siglo XIX que un hombre nacido en Xalapa, de nombre Enrique Ugartechea, hizo una adaptación de la lucha grecorromana creando así la lucha libre.
A inicios del XX rondaban por pueblos y ciudades, en una especie de carro de comedias, que en lugar de traer el drama en los diálogos lo traía en los golpes, varios luchadores que llevaban a cabo exhibiciones con las que los espectadores admiraban las piruetas, llaves y patadas que se daban quienes, rivales en la lucha física, eran compañeros en la lucha por ganarse la vida. Años más tarde, en 1933, un teniente que sirvió al lado de Álvaro Obregón durante la Revolución Mexicana, llamado Salvador Lutteroth, fundó la Empresa Mexicana de Lucha Libre, origen del Consejo Mundial de Lucha Libre, y abrió la Arena México.
Años después apareció la máscara de luchador, esa que tanto misterio genera y que –paradójicamente– hace tan popular a alguien que oculta su identidad. Su creación se debe a un zapatero originario, como era de esperarse, de León, Guanajuato. De nombre Antonio H. Martínez, llegó a la Ciudad de México a probar fortuna y, después de haber asistido a una función, quedó fascinado con la lucha libre. Antonio, además de esa catarsis que uno siente al ver las luchas, notó la pobre calidad del calzado de los atletas, por lo que decidió que se dedicaría a elaborar botas para los astros del cuadrilátero y, años después a solicitud de Ciclón McKey –un irlandés de gran popularidad– confeccionó la primera máscara para luchadores sin saber que con ello creaba también un icono de la cultura popular mexicana que rebasaría al ring para llegar, a través del cine, a todo el mundo.
Esperemos que los luchadores puedan pronto volver a saltar desde la tercera cuerda haciendo volar su cabellera o portando esa máscara que tanto protegen y que –tal vez– nos representa otra, la que quienes vamos a las luchas nos quitamos nada más de entrar a la arena; una máscara que oculta la personalidad regida por normas sociales que alrededor del cuadrilátero parecen olvidarse en una permisión a que los impulsos y deseos reprimidos salgan y se dirijan al lado que más nos representa en el deseo: el rudo o el técnico.