iles de colombianos han salido a protestar desde el miércoles en las ciudades más importantes de ese país contra la propuesta de reforma tributaria presentada por el presidente Iván Duque. Desafiando el toque de queda impuesto por el recrudecimiento de la pandemia, habitantes de Bogotá, Cali, Medellín, Pasto y otras urbes rechazaron la pretensión del mandatario derechista de gravar servicios básicos en zonas de clase media-alta, imponer tasas a los funerales y crear un impuesto sobre la renta para quienes ganen más de 656 dólares mensuales, entre otras medidas.
La iniciativa resulta desafortunada en un contexto en que la economía de Colombia registró una caída de 6.8 por ciento el año pasado por los efectos de la pandemia, la cual, además, disparó el desempleo hasta 18 por ciento, y la mitad de quienes conservan sus trabajos son del sector informal. Pero es una irresponsabilidad inaudita que una propuesta sabidamente impopular se presente cuando esa nación atraviesa la fase más dura de la emergencia sanitaria, al registrarse un récord de muertes en 24 horas y el sistema hospitalario al límite con apenas 17 por ciento de las unidades de cuidados intensivos disponibles.
Para colmo, el intento de apuntalar las finanzas gubernamentales presionando de manera desproporcionada a las clases medias se da por parte de un gobierno que ya arrastraba un marcado déficit de legitimidad, y que reaccionó ante las protestas con una represión desmedida en cuyo curso hubo centenares de heridos y detenidos, así como un menor de edad fallecido a causa de disparos de la policía, de acuerdo con la organización no gubernamental Temblores.
Más que una reacción espontánea ante el golpe tributario, el paro nacional de esta semana es la continuación de la huelga general convocada hace año y medio por sindicatos, indígenas y otros sectores de oposición para denunciar la violencia perpetrada o cobijada por el régimen de Duque. Debe recordarse que el mandatario, cuya desaprobación alcanza 70 por ciento, enfrentó un masivo movimiento de rechazo entre noviembre de 2019 y febrero de 2020, el cual sólo fue detenido por las medidas de confinamiento y distanciamiento social, pero cuyas causas permanecen vigentes e incluso han cobrado mayor urgencia.
Si la pandemia obligó a los descontentos a evitar las aglomeraciones durante varios meses del año pasado y el presente, en cambio dio rienda suelta a los distintos poderes fácticos que imponen sus intereses mediante la violencia: de los 904 líderes sociales asesinados entre el primero de enero de 2016 y el 31 de diciembre de 2020, 310 perdieron la vida el último año. Así se explica que en estos días millares de colombianos salgan a las calles, pese a al peligro de contagiarse, pues la desigualdad, la corrupción y la violencia suponen una amenaza equiparable a la del virus.
Está claro que no basta con la reformulación de la reforma tributaria anunciada el viernes por Duque, sino que se debe renunciar a ésa o a cualquier otra iniciativa que lesione la situación económica de las mayorías y las obligue a manifestarse de maneras que ponen en riesgo su vida.