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Relatos del ombligo

Los carruajes y azulejos de la calle de Madero

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a mejor manera de llegar al Zócalo capitalino, si se va de la Alameda Central, es caminar por la calle de Madero; le digo el porqué: se trata de un paseo que ofrece un recorrido por cinco cuadras que abarcan cinco siglos, van desde Alonso García Bravo y su encomienda de destruir la ciudad de Tenochtitlan para, encima suyo, trazar la Ciudad de México, hasta el día de hoy.

Después de cruzar lo que alguna vez fue la calle de Santa Lucía, luego San Juan de Letrán, y que hoy se llama Eje Central Lázaro Cárdenas, el paseo se da por la misma vía en la que el 27 de septiembre de 1821 Agustín de Iturbide, Vicente Guerrero y el Ejército Trigarante –acompañados de aplausos y vítores–, desviaron el recorrido de su entrada triunfal a la Ciudad de México. Se dice que Iturbide insistió en pasar por esta calle –que del tramo que va de Eje Central a Bolívar se llamaba San Francisco, del que está entre Bolívar e Isabel la Católica La Profesa, y de ahí a la Plaza de la Constitución Plateros– debido a que justo en La Profesa vivía La Güera Rodríguez, e Iturbide se negaba a no ser visto por ella desfilando al frente de las tropas triunfantes.

La calle tomó su nombre actual a partir del 8 de diciembre de 1914, cuando, después de haberse celebrado el pacto de Xochimilco, Francisco Villa entró al centro de la ciudad, quitó la placa que señalaba la calle de Plateros y sacó de la alforja de su caballo, para colocarla en el mismo lugar, otra con el nombre de por quien tanto lloró en su funeral e inspiró a luchar en la búsqueda de igualdad y mejores condiciones de vida para los mexicanos: Francisco I. Madero.

La calle de Madero guarda cientos de historias en su recorrido; una de ellas se ubica entre el Eje Central y el callejón de La Condesa; ahí está uno de los edificios más emblemáticos de la capital: la Casa de los Azulejos y, si usted se pregunta quién o por qué le puso azulejos a una casa que originalmente no los tenía, aquí se lo relato, y si no se lo pregunta, lo invito a que siga leyendo, porque le aseguro que se va a divertir.

Dicen que el segundo conde de Orizaba, dueño de la propiedad y hombre adinerado, tenía un hijo de nombre Nicolás, quien nada más de levantarse de la cama ya se había desocupado y ninguno era el interés que mostraba por entender los negocios de su padre. Decepcionado el duque de su primogénito, en una ocasión lo humilló en público al reclamarle que pasaba el día completo de juerga y correrías, y le pronosticó, con gran pena, que no llegaría lejos ni tendría una casa de azulejos. Nicolás, como buen mirrey barroco, era intolerante a la frustración, y aún más a ser víctima de un desdén. Aun así, en lugar de lo que se esperaría de un júnior de las cortes novohispanas –o de la actualidad–, en lugar de trasladar su enojo a lo que mejor saben hacer los pirrurris, que es gastar, se dio a la tarea de estudiar y dedicarse a conocer los negocios de la familia. Lo hizo con tal virtud que, por fortuna para él y su descendencia, llegó a tener más dinero que su padre, lo que aprovechó para demostrar que sí llegó lejos, y tuvo casa de azulejos, al mandar cubrir por completo la fachada de su palacio con piezas de talavera traídas desde Puebla.

A pocos pasos de la Casa de los Azulejos se ubica el callejón de La Condesa, nombrado así en honor a una mujer que, además de ser de decisiones rápidas y contundentes, tenía un palacete justo ahí. Se cuenta que alrededor de 1713 se encontraron en este callejón dos carruajes que, a pesar de ser muy grandes, no tenían el espacio suficiente para que cupieran en ellos los complejos y delirios de grandeza de sus ocupantes. Al ser el callejón tan angosto hubiese resultado imposible que, por más que cada carruaje se hiciera a un lado, ambos pasaran al mismo tiempo, situación que se convirtió en una lucha de poder similar a las que todavía podemos ver en nuestras calles y avenidas acompañadas por la clásica frase amenazante de: No sabes con quién te estás metiendo.

Ningún carruaje retrocedía y ambos exigían al paso. ¿Argumentos?: linaje, ascendencia, títulos nobiliarios o hazañas de antepasados. Tampoco faltó la medición de apellidos para ver cuál en su conjunto era más largo e ilustre, pero de nada sirvió, pues finalmente no se llegó a ningún acuerdo. Decidieron entonces que la estrategia tendría que ser el hartazgo del otro, y con esta terquedad pasaron tres días sin que los carruajes se movieran, causando con ello que quienes vivían en el callejón tuviesen bloqueado el acceso a su vivienda, incluida entre ellos una condesa que ante la prisa por salir y no poder hacerlo, y con la paciencia agotada ante tan absurda situación, mandó una misiva a su amigo el virrey de Alencastre pidiendo en ella poner orden.

El virrey, que no sólo estaba enterado de la situación, sino también muy divertido, opinó que ya había estado bueno de burla y ordenó que los carruajes retrocedieran para permitir a la condesa salir de su casa. Como castigo impuso a los causantes del altercado la prohibición de volver entrar al callejón que, a partir de ese día, cambió su nombre en honor a la condesa que lo liberó de la arrogancia.