stados Unidos se encuentra conmocionado otra vez por una serie de tiroteos que han golpeado a los estados de Georgia, California, Oregón, Texas (en dos ocasiones), Pensilvania y Colorado: en total, siete eventos, en cada uno de los cuales al menos cuatro personas recibieron heridas de bala en apenas una semana.
El más mortífero de estos ataques tuvo lugar el lunes en la ciudad de Boulder, Colorado, donde un hombre de 21 años ingresó a una tienda de comestibles y asesinó a 10 personas con un rifle de asalto de tipo AR-15, que habría adquirido apenas cinco días antes. El martes 16, otro hombre de la misma edad mató a ocho personas en la zona metropolitana de Atlanta, en tres atentados con fuerte componente racista, pues fueron perpetrados en salones de masaje administrados por personas de origen asiático.
Atrocidades de esa clase se han vuelto parte macabra de la vida cotidiana en Estados Unidos y, a falta de mejor explicación, parecen achacables a una crisis civilizatoria. Se trata, en efecto, de un elemento estructural de la criminalidad específicamente estadunidense, pues aunque otras naciones padecen fenómenos de violencia a mayor escala –como ocurre en México con la mortandad desatada por el narcotráfico–, las características de aleatoriedad y falta de motivación clara sólo se presentan en la sociedad de la superpotencia.
Se han intentado las más diversas aproximaciones para dar cuenta de este flagelo en el país que tiene la mayor economía del mundo, pero poco se ha sacado en claro. Con todo, es imposible soslayar el papel que juega la facilidad para adquirir y portar armas de fuego de alto poder, como la usada en Boulder. Por ello, resulta por demás pertinente el exhorto del presidente Joe Biden a que la Cámara de Representantes y el Senado no esperen otro minuto para prohibir los fusiles de asalto y los cargadores de alta capacidad, así como a que avancen en una regulación general de la tenencia de armas.
Además de constituir una medida ineludible para disminuir la aterradora frecuencia y letalidad de estos eventos en Estados Unidos, terminar con la venta descontrolada de armamento de alto poder tendría consecuencias positivas para superar la crisis de inseguridad que tiene lugar al sur del río Bravo.
Como es bien sabido, 87 por ciento de las armas que cada año ingresan ilegalmente a México pasaron por algún distribuidor estadunidense, y alrededor de 41 por ciento de esos arsenales ingresan a través de Texas, lo cual resulta congruente con el hecho de que en ese estado se encuentran 5 mil 938 de las 9 mil 811 armerías existentes en las cuatro entidades que comparten frontera con nuestro país. Existe, entonces, una correlación ineludible entre la disponibilidad de armas en la nación vecina y su presencia en territorio mexicano.
Por el bien de los habitantes de ambos países, cabe esperar que los legisladores estadunidenses depongan mezquinas diferencias partidistas y den la espalda al avasallador poderío económico de los promotores del armamentismo. A la vista de lo ocurrido en esta semana trágica, está claro que la regulación de las armas debe estar en lo más alto de las prioridades de la clase política de Washington, y que mantener el statu quo sería nada menos que persistir en el desastre.