urante los últimos días pudo verse, en las estaciones del Metro parisiense, alrededor de la Ópera, situada en el Palais Garnier, y del Louvre, a una joven pegar en las paredes (“con la cinta adhesiva que me volé de mi oficina”, confiesa sin pena) una carta de amor. Simples hojas o cartulinas donde la chica, llamada Emily, escribió la fugaz historia de un encuentro con un desconocido a quien buscaba. Su mensaje era semejante a una de esas cartas lanzadas al mar en una botella. Un se busca
distinto al wanted
colgado en las oficinas de un sherif estadunidense. Para ayudar a identificarse al amado destinatario, Emily precisó el color de pelo, de pantalones y de chamarra, la altura, la corpulencia, la mochila colgada de sus hombros en la espalda y, sobre todo, la sonrisa de sus ojos.
Amorosa, la joven francesa, recorría desde temprano en la mañana a la hora del toque de queda, los corredores del Metro en busca del amado, sin duda convencida de ser correspondida. Tal es la magia del amor a primera vista, menos raro de lo que puede imaginarse y no sólo en las novelas. Cruce fugitivo de dos miradas. Emily vio sonreír los ojos del rostro cubierto por la mascarilla obligatoria en los transportes comunes. De la sensación fulgurante de encuentro siguió la del flotamiento amoroso. La chica volvió al lugar donde se cruzaron sus miradas y caminó de un lado al otro del túnel entre las caras enmascaradas. Le vino entonces la idea de pegar en los muros un mensaje dirigido al desconocido visto entre los cientos de viajeros.
Encuentro de miradas de una a otra ventana de los vagones del Metro. Ezra Pound escribe, en el primer haikú realizado en lengua inglesa, estos dos versos de “ In Station Of The Metro”: La aparición de esos rostros en el gentío; / pétalos en una rama, negra mojada
.
En otro poema, algo más largo, habla de las miradas que se cruzan y se pierden cuando los vagones del Metro avanzan en sentidos contrarios separándolos para siempre.
Ingenua, enamorada, Emily cayó en la tentación de prolongar un encuentro que, acaso, debió ser y quedar fugitivo para perdurar. Tentación que llevaba a murmurar en francés a José Emilio Pacheco, más imaginativo y soñador, el último verso del poema de Baudelaire A une passante
: ¡Ô toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais!
“¡Un relámpago luego la noche! – Fugitiva belleza / cuya mirada me hizo de súbito renacer. / ¿No te veré más que en la eternidad? / ¡En otro lado, bien lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás quizás! / Pues yo ignoro a dónde huiste, tú no sabes a dónde voy / ¡Oh, tú que yo hubiese amado, oh, tú que lo sabías!”
Su búsqueda enterneció a los usuarios del Metro, quienes la apodaron l’amoureuse du Metro (la enamorada del Metro), convertida de pronto en una leyenda como el fantasma de la ópera, el cocodrilo de las alcantarillas, el pastelero de l’île de la Cité, el cabaret de los asesinos o las estaciones fantasmas del Metro. Su búsqueda se difundió en las redes sociales y el encuentro de miradas, que de haber quedado fugitivo sería mítico, tomó un giro distinto al amor a primera vista. El dueño de los buscados ojos se reconoció y entró en escena para agradecer a Emily, pero...Siempre los latosos peros: el muchacho ya tenía pareja. Conmovido, pero ocupado. No disponible.
Emily no se descorazonó. Piensa que, sobre todo en esta época de máscaras y mascarillas, vale la pena vivir aunque sea unos momentos el amor a primera vista, el amor durante unos días, el amor que sobrevive a todo e incluso a la fugacidad del tiempo. Sin duda, Emily recordará a lo largo de su vida, y quizá de otros amores, la mirada reconocida de un desconocido. Una mirada que le murmuró palabras de amor que supo escuchar.
J’entendrai des regards que vous croirez muets (Oiré miradas que vos creeréis mudas) hace decir Racine al celoso Nerón en su pieza de teatro Britannicus.