a historia de la humanidad, sobre todo en las últimas décadas, es un registro puntual de la injusticia y la desigualdad, como ha documentado ampliamente el economista francés Thomas Piketti, autor del ya emblemático texto El capitalismo del siglo XXI, y su segunda parte, Capital e ideología. Los desequilibrios y las inequidades, lejos de haberse limado con un capitalismo maduro y generalizado, se han agudizado. Pero nada como lo ocurrido en la etapa de la pandemia del Covid-19: la miseria moral de las élites mundiales quedó al desnudo.
Para contextualizar, tengo que decir que yo ya había presenciado gestos de bajeza humana en los viajes de trabajo, sobre todo como legislador en comisiones de relaciones internacionales, recorridos que la vida me ha permitido a las grandes ciudades de los países avanzados, de Estados Unidos y Europa, como ver la manera en que tiran más de la mitad de la comida en los restaurantes mientras casi mil millones de seres humanos en el mundo siguen padeciendo hambre, pero ahora el egoísmo y la miseria moral llegaron más lejos, en un tema tan sensible como es la preservación de la salud y la vida. Somos una sociedad decadente. Es el rostro más cruel de un capitalismo sin rostro humano.
Ya Carlos Marx había afirmado en el siglo XIX, en su obra cumbre El Capital, publicada en 1867, que gradualmente los extremos de la riqueza y la pobreza se agudizarían, pero hasta él mismo se sorprendería de la ruindad moral que significa en este siglo XXI medrar, lucrar, con la salud y la vida humana: mientras hay países que tienen garantizadas dos y hasta cinco vacunas del Covid-19 por cada habitante, hay otros que no tienen prevista ni una sola para nadie de su población. Concretamente, la numeralia de la injusticia y la inequidad es la siguiente: de los 193 países miembros de la ONU, hay una decena que tiene cubierta, y en avanzado proceso de aplicación, a toda su población con las dos dosis de vacunas. Hay 20 o 30 que luchan por dar cobertura a mediano plazo a la suya y hay más de 150 países que no tienen garantizada ninguna a corto plazo y con una total incertidumbre a mediano plazo.
No sólo han sufrido más los efectos de la pandemia los países que menos tienen, sino que los más solventes son los que han monopolizado los instrumentos para hacerle frente, en la economía y sobre todo en la salud. Los valores de fraternidad y de igualdad esencial de los seres humanos, incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, suscrita por todas las naciones desarrolladas y la mayoría de países del mundo, han brillado por su ausencia.
Decimos que la pandemia ha golpeado de manera diferenciada, porque mientras la economía de los países industrializados descendió tres o cuatro puntos de su PIB en 2020, la latinoamericana cayó 7.7 por ciento y la nacional, 8.5 por ciento. La pandemia pegó más a los más pobres, en el comparativo de la comunidad internacional, y en el interior de las fronteras nacionales. En América Latina, según la Cepal, el avance en el combate a la pobreza extrema retrocedió 20 años. A nivel de ingreso personal, las disparidades son mayores, abismales, mientras unos cuantos ganan, la inmensa mayoría pierde. Como dice la organización Oxfam, la fortuna de las 10 personas más ricas del mundo se incrementó potencialmente el año de la pandemia alrededor de 500 mil millones de dólares, al tiempo que el precario ingreso de los más pobres cayó más.
Se trata, pues, de una pandemia que no distingue nacionalidades, culturas ni regiones, pero que se ha ensañado con los más pobres, en su salud, su vida y su economía, porque no cuentan con instituciones de salud y seguridad social oportunas y eficaces, además de que son muy vulnerables al contagio, al tener que salir a la lucha cotidiana por la vida. La sana distancia se torna un reto difícilmente salvable, por no decir imposible en muchos casos.
Pero a esto tenemos que sumar la mezquindad del acaparamiento de vacunas, prácticamente todo para las economías más fuertes. Compra y aplicación, en tiempos menores a sus propias proyecciones. Bien que algunos países hayan concedido compartir algunas dosis a otras naciones, pero se trata hasta ahora de cifras sin impacto real, que quisiéramos fueran en montos más significativos.
En relación con nuestro país, algunos funcionarios del gobierno dicen que el recurso presupuestal para adquirir todas las vacunas está previsto y que los contratos con diferentes laboratorios garantizarían el suministro. La realidad no muestra el mismo optimismo: ante el acaparamiento de estos productos por las economías fuertes no se ve el ritmo necesario para un país de la magnitud del nuestro, de más de 126 millones de habitantes. Las vacunas llegan a cuentagotas y las semanas, y luego los meses, avanzan. Nada más importante que la salud y la vida de los mexicanos, más allá de las ideologías. Ojalá el ritmo de aplicación se agilice al nivel de las necesidades, y el derecho a la salud, de las y los mexicanos.
Por eso, un gesto mínimo de justicia sería que los países avanzados acaten el llamado de la OMS y de la ONU a compartir el suministro, que lo hagan en cantidades significativas, no simbólicas, para que no condenen, por razones de frío mercantilismo y mezquindad humana, a miles de millones de seres humanos a la pobreza, la enfermedad y la muerte.
*Presidente de la Fundación Colosio