or segundo año consecutivo, el país se detiene durante los eventos del 8 y 9 de marzo en el marco de las manifestaciones contra la violencia de género. Miles de mujeres salen a las calles o desde sus casas claman por justicia ante una violencia recurrente, no obstante la contingencia sanitaria. Y también, mientras se conmemora el Día Internacional de la Mujer, el poder público se obstina en minimizar e incluso descalificar las expresiones de hartazgo de las mujeres.
El feminista es hoy el movimiento más preeminente en el país que, incluso en medio de la pandemia, no ha detenido ni sus manifestaciones ni su rica producción simbólica, que se ha abierto paso en medio de las condiciones adversas impuestas por la contingencia sanitaria. En estos meses la agenda pública ha estado constantemente pautada por este movimiento, que no ha dejado de ejercer una presión importante sobre las instituciones y ha influido poderosamente el imaginario de la ciudadanía con innumerables campañas y consignas que progresivamente van permeando la conciencia de la sociedad.
Esta preeminencia no es por azar. Hablar de feminismo es hablar de un movimiento profundo e interseccional que, ante las violencias del modelo hegemónico, ha sabido confrontar al sistema patriarcal en todas sus aristas, con sustento teórico y con una fortaleza orgánica.
Los gritos en las calles y las intervenciones físicas y simbólicas en el espacio público son expresiones límite de reivindicación de las víctimas, mediante las cuales se busca ejercer una presión efectiva hacia las instituciones, exigiéndoles llevar la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres más allá del plano discursivo.
En muchos otros movimientos ha sido común que las ideas de cambio profundo se expresen en términos inmediatistas, como si el cambio político y social se lograra de un día para otro. Eso lo saben muy bien las feministas, que, con una perspectiva muy lúcida sobre la complejidad de las transformaciones sociales y culturales, han ido acumulando fuerza, presencia y capacidad transformadora durante años. No representan un movimiento tradicional con una estructura orgánica definida, jerárquica y centralizada; se trata de un movimiento colectivo, basado incluso en el anonimato, que genera una presencia permanente y se expresa de múltiples maneras: activas, simbólicas, silenciosas y disruptivas, en un esfuerzo por cambiar la vida desde la vida misma.
Por ello son antinstitucionales por definición, porque advierten que la institucionalidad del poder público, forma parte de ese modelo hegemónico en el que se arraigan y reproducen las desigualdades. Precisamente por esto resulta más lamentable la respuesta del Estado, pues no sólo incumple su responsabilidad como órgano garante del derecho a una vida libre de violencia de las mujeres, sino que opta por calificarlas de adversarias políticas.
Los gobiernos, y ahora la 4T, tienen una deuda con los movimientos feministas y respecto de la violencia de género. El Estado no ha asumido la responsabilidad debida para afrontar la situación y responder a las exigencias, ni ha manifestado su disposición efectiva para trabajar en coordinación con los colectivos para generar propuestas de política pública y un marco legal que se traduzcan en avances sustanciales en materia de género.
Por el contrario, las narrativas estatales han vuelto cada vez más difícil la articulación ciudadanía-Estado, levantando un muro discursivo un poco más cada vez que el Presidente se refiere a los grupos feministas como conservadores y grupos de choque. Así, mientras ellas sigan siendo vistas como adversarias políticas, las exigencias no se traducirán en plan de gobierno efectivo, ni en una articulación eficaz entre sociedad civil e instituciones públicas para concretar una agenda programática conjunta, ni para la realización de políticas públicas efectivas.
Con su obstinación, la 4T parece renunciar al desafío que le pone enfrente la actual coyuntura histórica, donde la efervescencia del movimiento social genera un clima propicio en términos de legitimidad para la elaboración de alternativas viables. El gobierno de turno tiene aún un margen de oportunidad para dejar de ser un opositor del movimiento feminista a ser un articulador con otros sectores que también deben incorporar la agenda de género, como el sector empresarial, laboral, educativo, eclesial, etcétera. La 4T no debiera perder la oportunidad no sólo de asumir el protagonismo que le corresponde como garante de los derechos de las mujeres, sino de ser un puente eficaz entre ámbitos e instituciones para brindar condiciones integrales de igualdad sustantiva.
Los pasados 8 y 9 de marzo nos recuerdan otra vez la enorme brecha entre hombres y mujeres, y permiten ver el largo camino que falta por recorrer en pos de la igualdad; pero también magnifican la pobreza de la respuesta institucional del Estado para ser instrumento de satisfacción de la urgente demanda de erradicar por completo la violencia de género de la sociedad, de la que depende la viabilidad misma del país.