on tiempos especialmente enloquecidos en un país que está sumergido en un caos absolutamente descontrolado.
El pasado viernes y por una ventaja aplastante –364 votos contra 130 y tres abstenciones– la Cámara de Diputados confirmó la prisión de uno de sus pares, Daniel Silveira, determinada por el pleno del Supremo Tribunal Federal. ¿Y quién es Silveira? Un ex policía militar de Río de Janeiro, que en ocho años que estuvo en la corporación sufrió un sinfín de detenciones, prisiones y reprimendas, pero que se hizo conocido por ser uno de los ejemplos más perfectos de los ultrarradicales seguidores del ultraderechista Jair Bolsonaro.
La prisión se debió a un video de 20 minutos divulgado en las redes sociales en el que Silveira amenaza a integrantes de la Corte Suprema de justicia brasileña, dirigiéndose a ellos con delicadezas como ustedes son la crema de la bosta
(literal) y convocando a la vuelta de la dictadura.
¿Y cómo reaccionó Bolsonaro, su guía e inspirador? Con un silencio absoluto.
¿Una derrota de sus seguidores más extremos? Sí. ¿Hasta cuándo? No se sabe. Sobran militares esparcidos por todo el gobierno, integrantes de una generación crecida a la sombra de la dictadura (1964-1985), que tienen en el presidente un guía luminoso.
En ese mismo viernes se cumplió un mes con la media de muertos diarios por coronavirus superando la marca del millar.
Hubo muchos días en que se registró una muerte por minuto, frente a la total y absoluta inoperancia del general activo del ejército, Eduardo Pazuello, y de todos los uniformados que esparció por puestos antes ocupados por médicos, investigadores y científicos, en el Ministerio de Salud.
La vacunación fue suspendida por falta de inmunizantes. Brasil, que tiene –o tenía– uno de los sistemas de inmunización más precisos del mundo, referencia global, podría estar inoculando a 10 millones de personas por día. En un mes, vacunó a poco más de 5 millones.
¿Y por qué faltan vacunas e insumos para producirlas? Porque Bolsonaro no las compró, porque optó por recomendar un tratamiento precoz
con uso de medicamentos probadamente ineficaces y de alto riesgo de efectos colaterales negativos, y porque sigue creyendo que el coronavirus no es más que “una gripita” inventada por los chinos comunistas.
Pero hay más: ese mismo viernes, Jair Bolsonaro anunció formalmente que va a destituir al economista ultraliberal Roberto Castello Branco de la presidencia de la estatal Petrobras.
Desde el gobierno de Michel Temer, quien remplazó a Dilma Rousseff, destituida a raíz de un golpe institucional, Petrobras ha sido desmantelada poco a poco.
Bajo Bolsonaro y Castello Branco el proceso se aceleró.
¿Por qué destituirlo? Porque la empresa siguió el parámetro determinado por los precios internacionales de combustibles, lo que provocó la ira de los camioneros, uno de los bastiones de respaldo de Bolsonaro.
¿Y quién remplazará al ultraliberal Castello Branco? Pues un general retirado, Joaquim Silva e Luna, quien hasta ahora presidía la binacional brasileña-paraguaya Itaipu de energía eléctrica.
¿Qué sabe él de una petrolera? Lo mismo que sé yo de la vida íntima de Lady Gaga.
Dos cosas caminan lado a lado, y cada vez más cercanas, por estos tiempos caóticos en Brasil: la destrucción de todo lo que fue conquistado desde el retorno de la democracia, en 1985, después de 21 años de dictadura castrense y la creciente militarización del gobierno electo en 2018, el cual es encabezado por un teniente indisciplinado que sólo ascendió al grado de capitán luego de ser rechazado de la milicia, como es norma en el país.
También por esos días se conoció que volvió la censura, con la Secretaría Especial de Cultura, vinculada al Ministerio de Turismo, rechazando la liberación de recursos para proyectos considerados izquierdistas, con una convocatoria para la venta de libros escolares que prohibía términos como democratización
en su contenido, y con la no liberación de recursos aprobados para producción audiovisual.
Se supo que el presupuesto destinado a la educación pública nacional bajó a los niveles de 2010, que 71 por ciento de los indígenas –que teóricamente estarían en el grupo preferencial de inmunización– no fueron vacunados, que un proyecto presidencial liberó la compra de armas y municiones (cada ciudadano puede adquirir hasta 60 armas y 5 mil municiones por año).
El ultraderechista Jair Bolsonaro sigue en peregrinación por todo el país, con la obsesión de relegirse en 2022.
La economía está hundida, el desempleo alcanza a unos 14 millones de brasileños; el país volvió al mapa mundial del hambre, del que había sido sacado por Lula da Silva; la pandemia corre suelta y crece sin control; la imagen del país se derrite como una paleta al sol, pero no hay cómo parar la mano al genocida.
Días peores vendrán bajo el gobierno militarizado, con lo más retrógrado en el ejército, y no hay nada que hacer.