os ateos ya no necesitan pedir asilo, el último censo de 2020 les ha dado carta plena de ciudadanía. Una de las grandes sorpresas del último censo ha sido el crecimiento de ateos, agnósticos y sin religión en el país. Para el censo de 2020, 10 millones 211 mil 52 mexicanos indicaron que no tienen religión, mientras 3 millones 103 mil 464 personas se declaran creyentes, pero sin adscripción religiosa. Esta cifra representa un crecimiento notable respecto del censo de 2010. La mayor parte de este segmento, se ubica en la población joven de entre 15 y 39 años que de manera porcentual alcanza cerca de 50 por ciento. En el mapa geográfico de los sin religión y ateos, sobresalen las urbes grandes del país, en especial la Ciudad de México. Ahí se concentra cerca de 27 por ciento. En contraste, los católicos y protestantes se han atrincherado. Hay una notable baja de los católicos y los protestantes están estancados. En cambio, el campo de los evangélicos de corte pentecostal ha tenido un crecimiento moderado pero sostenido de 3.7 por ciento.
¿Cómo leer el incremento de los sin religión, ateos y creyentes sin adscripción religiosa? ¿Estamos ante un creciente proceso de secularización, distanciamiento de lo religioso y desinstitucionalizacion de las creencias religiosas? Es claro que el censo 2020 muestra una proporción significativa de encuestados que no pertenecen a una religión. Dicen tener fe, pero no se ven a sí mismos como personas religiosas
. De manera similar, las personas que se declaran ateas, hacen apenas la diferencia con el agnosticismo, esto es, las personas que declaran no tener certeza y que no se han decidido si creen en la existencia de un dios. También el deísmo, que es creer en un dios sin pretender pertenecer a una religión. Estamos ante un proceso complejo e implacable, de distanciamiento de las creencias administradas por instituciones o iglesias. Los números revelan que podríamos estar en la antesala de una deconstrucción de lo religioso. Los principales actores de esta metamorfosis cultural se centran en personas jóvenes, con un nivel medio y alto de escolaridad que residen en los grandes centros urbanos. Resalta en el mapa, la Ciudad de México y su zona conurbada mexiquense. ¿Estamos en el umbral de un proceso de secularización radical, donde Dios puede estar presente, pero ya no en el centro, que no otorga ya el sentido de cohesión en la sociedad? Por tanto, se presentaría un amague de deconstrucción de lo religioso-institucional en un sector punta de la sociedad.
Para hablar de ateísmo, primero debemos definirlo. En varios sitios web los ateos se definen así: El ateísmo no se trata de no creer en dioses o de negar su existencia: es la ausencia de fe en ellos
. Aquellos que se ven a sí mismos como ateos prefieren enfatizar su falta de fe en lugar de su negativa a creer. Sin embargo, el ateo carga un estigma peyorativo. En el pasado reciente eran considerados personas inmorales o indulgentes. Un ateo
era aquel que no cree en la divinidad tradicional ni cultural diseñada por la religión. Por tanto, un ateo no es portador de la cultura religiosa, es decir, la moral ni de los códigos de conducta. Es considerado, así, como un transgresor social. Históricamente ha existido persecución y discriminación contra los ateos que llevaron lamentablemente a violaciones de derechos y acoso. En la Edad Media, la Santa Inquisición en Europa los persiguió considerando el ateísmo como blasfemia. Un ateo puede, por supuesto, hacer suyos valores judeocristianos: no matar, no robar, no codiciar a la esposa del vecino, entre otros. Queda claro que la moralidad ni la ética social son parte de un monopolio religioso. A pesar de ello, el fundamentalismo afirma que uno sólo puede comportarse correctamente si cree en Dios.
Bajo las sociedades modernas, la pluralidad, la tolerancia y la libertad religiosa han dado plenos derechos a los ateos y agnósticos. En Occidente es cuestionada la ateofobia. Pero hay que decirlo: en algunos países islámicos e India aún persisten acechanzas y arbitrariedades. La Ilustración en Occidente, concebida desde el siglo XVIII, es ante todo una prueba de libertad del individuo y de la democracia. Los laicos aceptaron la religión de los demás, siempre que no se imponga la religión de los demás. Esto se elevó en México con las leyes liberales de Reforma 1859-1863, que tuvieron como objetivo consumar el proceso de separación entre la Iglesia y el Estado.
Michel Onfray, filósofo nietzscheano iconoclasta francés, afirma que los tres monoteísmos están animados por una misma pulsión de muerte genealógica. Comparten una serie de idénticos desprecios: odio a la razón y a la inteligencia; odio a la libertad; odio a todos los libros en nombre de uno; odio a la vida; odio a la sexualidad, las mujeres y el placer; odio a lo femenino; odio a los cuerpos, deseos, impulsos. En lugar de todo esto, el judaísmo, el cristianismo y el Islam defienden la ley y la fe, la obediencia ciega y la sumisión, el gusto por la muerte y la pasión del más allá. Exaltan el ángel asexual y la castidad, la virginidad y la fidelidad monógama, esposa y madre, alma y espíritu. En otras palabras, la vida crucificada y la nada celebrada.
El censo de 2020 muestra un México más plural y diverso. Sigue siendo mayoritariamente católico y religioso. Sin embargo, como nunca en la historia del país los no creyentes se instalan de manera notoria y nos revelan cómo vivir sin Dios.