as frágiles ilusiones de una reconciliación social. Tigre blanco (The White Tiger, 2021), octavo largometraje de ficción de Ramin Bahrani, realizador estadunidense de origen iraní, se inscribe en la tendencia actual de películas que exhiben de manera frontal los estragos perdurables de la desigualdad social. Pero, lejos de elegir una retórica panfletaria de denuncia, la cinta opta por un tono de comedia, con leves toques de thriller, que pronto la emparentan con el éxito de crítica y taquilla que fue Parásitos, del sudcoreano Bong Joon Ho (2019). Lo que aquí presenta el cineasta es el duro sistema de castas que prevalece en la India, la democracia más grande del mundo
, a partir de su adaptación de la novela homónima del periodista y escritor indo-australiano Aravind Adiga.
A través de su personaje central, el joven arribista Balram (Adarsh Gourev), Tigre blanco, estreno disponible en Netflix, elabora una comedia agridulce que muestra el accidentado itinerario del niño precoz, primero de su clase en redacción y dominio del inglés, que pronto descubre la inconveniencia de pasar toda su vida atado a un círculo familiar matriarcal y a un poblado continuamente explotado por señores feudales que actúan como una mafia neoyorquina. Lejos de rebelarse contra ese sistema de dominación, Balram, ya adulto, decidirá incorporarse a él de la única manera que juzga posible, postulándose para el cargo de chofer y sirviente del joven Ashok (Rajkummar Rao), hijo del capo mayor de los explotadores de su pueblo.
El mundo que descubre Balram en la lujosa residencia de su nuevo amo es sorprendente: prácticamente un microcosmos del vasto sistema de corrupción política de India. Su amo Akosh ha hecho estudios en Estados Unidos, y tanto él como su esposa Pinky (Priyanka Chopra), regresan al país natal en calidad de virtuales extranjeros, maravillados siempre con ese atraso cultural, teñido de exotismo divertido, del que en buena hora lograron escapar por un tiempo. El credo del emprendedor Akosh es una modernidad a ultranza acompañada del bálsamo neoliberal que alivia todos los pesares de las castas inferiores. Más que a una familia, el joven pertenece a un clan de depredadores impunes que se esfuerzan por sobornar a las autoridades locales, en particular a una intratable gobernadora conocida como la gran socialista (Swaroop Sampat), con el fin de conservar sus privilegios y garantizar el encubrimiento de sus fechorías.
En esa red de corrupción, el pueblerino Balram será primero un testigo atónito, luego un aprendiz diligente, para de ahí proseguir su curiosa carrera de sirviente taimado dispuesto a todo para ocupar el sitio social que en su opinión le corresponde: ser un convidado con derechos plenos en el festín de la prosperidad. Las metáforas abundan en la cinta. Las castas bajas viven encerradas en un gallinero y sólo los más aptos consiguen liberarse y pasar de la oscuridad social a la luz del bienestar económico. La servidumbre voluntaria, esa vocación asumida de sometimiento, se transforma en una estrategia eficaz para congraciarse con la casta privilegiada y hacer de Balram un émulo suyo y un guerrero aventajado en la dinámica del ascenso social: un inescrupuloso tigre blanco alejado ya por siempre del gallinero de su propia clase. Ese común rechazo de los orígenes une los destinos del amo Ashok y de su criado Balram, alejado el primero de su país con el sueño americano como ideal y meta, renuente el segundo a retomar el contacto con su aldea ahora menospreciada. Tigre blanco, una triste historia de oportunismo y desarraigo, se sitúa en el extremo opuesto del optimismo social que emana de la exitosa cinta Quisiera ser millonario (Slumdog millionaire, 2008), del británico Danny Boyle.
La cinta está narrada por el propio Balram, quien refiere la manera en que logró trepar en la escala social, los trámites amargos de las humillaciones y las inculpaciones falsas, la hipocresía del buen trato de los amos, la larga contención de su impulso de revancha, el resentimiento social como una peligrosa explosión diferida. El azaroso juego de poder entre amo y esclavo remite aquí, en tono menor, al clásico de Joseph Losey El sirviente (The servant, 1963), donde un rencoroso Dirk Bogarde confunde y avasalla a su refinado patrón James Fox. En Tigre blanco los imperativos comerciales terminan por diluir la venenosa acidez que sugería la trama, le restan sutileza y complejidad dramática, le añaden giros narrativos inverosímiles y también una extensión de metraje innecesaria. Se rescatan pese a todo muy buenas actuaciones y un tema actual e inquietante. En la aridez cultural que hoy propicia la pandemia, este oportuno estreno en una plataforma popular no deja de ser atractivo.