Recuerdos // Empresarios (CXLIV)
ue terrible...
La muerte del gran Manuel Rodríguez Manolete fue un golpe que impactó en casi todo el mundo, y muy cerca de aquella tragedia estaba Conchita Cintrón, quien en la edición anterior nos hizo sentir el dolor que vivió y que se impresionó de tal manera, como si le hubieran comunicado que se había desmoronado la Catedral de Burgos.
“Una lamparita en el pequeño oratorio de la casa de don Antonio Miura revivió durante mucho tiempo la tragedia de Linares.
“En la persona de este señor y ganadero había encontrado yo un gran amigo, gran amigo e interesantísimo. Me encantaba sobremanera visitarlo y conversar con Lola, su mujer y sus hijas en el ambiente familiar de aquella casa, ejemplarmente cristiana y cuna de dos hermanas de la Caridad. Siempre que subía los peldaños veía la lámpara. Acostumbraba encenderse apenas cuando se lidiaban toros de la casa –velados por los lidiadores–, mas cuando murió Manolete víctima de su pundonor y de un toro de Miura, la lámpara no se apagó en mucho tiempo. Don Antonio no tenía consuelo. Él era amigo personal del diestro y había hecho lo posible para que su hijo Eduardo no cediera la corrida a Linares. Pero en el último momento circunstancias inesperadas hicieron que los toros de Miura fueran, a pesar de todo, a Linares.”
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“Poco después de la tragedia, que selló con la muerte una época del toreo, nos encontrábamos en Lisboa, en casa de Octavio Leitao, cuñado de Asunción, casado con Ninita, su hermana.
“Una brisa, por demás agradable, mecía suavemente las cortinas del claro salón, cuyas puertas y ventanas abiertas daban hacia una gran terraza, A los pies de la casa que se encontraba en lo alto de una colina, se veía la Lisboa Antigua y enfrente, el enorme río Tajo, donde barcos y lanchas navegaban en todas direcciones.
“No había ruido, pues la distancia que nos separaba del movimiento de la ciudad era grande. Apenas se hacía sentir el abanicar de las cortinas y el tintineo del hielo en los vasos. Tomábamos refrescos ante las miradas absurdas y frías de innumerables perros de porcelana que cubrían los muebles. Los coleccionaba Ninita. El ambiente estaba animado por la conversación de los cinco hijos de la casa y un señor francés, monsieur Henri Farbos, que los visitaba.
“Si un día escribes tus memorias –me dijo entonces el dueño de la casa, ofreciéndome una naranjada–, no se te olvide que hoy fue aquí donde el señor Farbos te propuso que fueras a Francia.
“El señor Farbos no era taurino, era un amigo de Octavio Leitao y José Froes, que se encontraba en Portugal por viaje de negocios. Lo habían invitado a que fuera a Alfeizerao y allí había pasado la mañana viéndonos a Ruy y a mi entrenando los caballos.
“–¿Por qué no van a Francia? –preguntó a Ruy?
“–Porque no ha surgido la ocasión.
“–Pues voy a hablar con mi amigo monsieur Dangou –dijo monsieur Farbos.
“Y Monsieur Dangou me contrató aquel verano para actuar en Bayona. Después vinieron las de Vic, Burdeos y Marsella.”
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“Una sombra larga se proyectó en el salón del Vel d’Hiver.
“Apareció Monasterio.
“–me citaba ante el tribunal de Boa, señorita –dijo con la solemnidad que requería el caso, aunque Monasterio era siempre solemne– es la hora.
“Me puse el sombrero ancho y me ajusté el barbuquejo.
“Un día en un papel oficial, al toro de lidia, ese arrogante y maravilloso animal de las dehesas y marismas, lo consideraron burguésmente como ‘animal doméstico’ y me pareció escandaloso.
“El dicho papel me citaba ante el tribunal de Boa Hora, en Lisboa, por haber sido acusada, en Francia, de maltratar animales domésticos. Al principio pensamos que era una ocurrencia de la Sociedad Protectora de Animales, mas por fin se trataba tan sólo de una curiosa formalidad. En Francia estaban prohibidas las corridas, pero pagándose la multa de algunos francos podían celebrarse y, además, con la presencia de la autoridad.
“–Nosotros, las autoridades francesas –me decía un convidado a la comida que nos ofreció el prefecto de la Gironda–prohibimos las corridas de toros, luego presidimos las corridas y somos los que más aplaudimos a los toreros. ¿Verdad que somos extraordinarios?
La temporada de 1949 brillaba con todo su fulgor, realizando y prometiendo tardes inolvidables.
(Continuará)
(AAB)